jueves, 21 de septiembre de 2017


Hammam[1]


           Al conocido baño turco o moro, hammam, iba la mujer tradicional, mensualmente, después del periodo menstrual, periodo de “impureza”:

           “Salía en muy pocas ocasiones, para visitar a las amigas, o para ir al baño moro, al  final del ciclo menstrual”[2].

           Lugar donde se exhiben timbales de cobre, jabón oloroso llegado de Marsella, manojos de alfa, áspera fibra de la mejor calidad que cualquier guante de crin.

           Húmedo pasillo de losas calientes y voluptuosidad de una costumbre milenaria.


           La mayoría de los autores árabes y magrebíes evocan sus experiencias, cuando en su niñez y primera adolescencia, de la mano de la madre –primero– y a partir de la circuncisión[3] acompañados por el padre –después–, se les permite entrar en el hammam:

           “Como por otra parte la edad de la pubertad no es la misma para todos y como el umbral a partir del cual uno se "hace mayor" es muy elástico. Como una madre siempre tiene tendencia a ver en su hijo al eterno niño; como las demás mujeres nunca se sienten incómodas por la presencia de un chico joven o no tan joven y como además llevar a un niño al hammam es un incordio del que el padre prefiere descargar en la madre, tanto tiempo como pueda, el espectáculo de niños grandes y de preadolescentes, rozando su desnudez con la de las mujeres de todas las edades, no es raro”[4].


           Hasta la edad de cuatro o cinco años llevan las mujeres a sus hijos al hammam, siendo los siete años, parece ser, la edad límite. “Después”, señala Abdelfattah Kilito, “fue bien necesario un día dejar de acompañar a la madre y resignarse a ir al hammam con el padre, fue bien necesario abandonar el mundo de las mujeres para entrar en el mundo de los hombres, fue bien necesario, hacia la edad de los cinco años, someterse a un segundo destete, a una segunda separación”[5].

           Espacio de juego erótico y teatral en La Boîte à merveilles, relato impregnado de gran pureza, donde subyace ese aspecto en forma de filigrana sutil, bajo cierta sensación de “pecado”:

           “Me preguntaba qué podían hacer todas esas mujeres que se arremolinaban por todas partes y corrían en todas las direcciones. Mi madre, cogida por el torbellino, emergía de vez en cuando de entre una mole de piernas y brazos”[6].

           La sensualidad del hammam ha sido, maravillosamente, descrita por los escritores: calor, humedad y penumbra, donde los cuerpos desnudos se aproximan y tocan. Allí se lavan, se dan masajes mutuos, juegos lesbianos, a veces, deseos velados, ante la presencia de niños sin circuncidar que se inician en el misterio del sexo.


           La imagen del hammam es también considerada como un regreso imaginario al pasado. A la madre se la nombra “ma” lo mismo que el agua es “ma” en árabe: dos palabras enlazadas, en su significado más profundo, líquido amniótico y hammam.

           Mundo perdido de antaño pero reencontrado en cada visita a este lugar. Cada inmersión en el hammam es efectuar un zambullido en la infancia. Fantasmas de la adolescencia, mundo onírico, evocaciones del pasado, deseos, pulsiones escondidas, mundo de la dualidad, donde todo se aúna en esa inmersión de vapores fríos y calientes, que sosiegan el cuerpo y sobresaltan el espíritu. Lugar donde habitan los recuerdos, visiones entretejidas, donde la madre, las hermanas, las encantadoras primas y las enigmáticas vecinas, componen un ramillete onírico de la feminidad que cada hombre lleva oculto[7].

           Efectivamente penetrar en el hammam es entrar en una esfera colectiva. Los actos espirituales, y también los actos políticos, los económicos y los estéticos se hacen en común. El muchacho era literalmente atrapado por el mundo masculino. En el mercado, en la madraza[8], como en el café, la comunidad masculina es “promiscuidad”, según algunos escritores:

           “Frustrado por la sociedad del macho en su inclinación sexual [...] Controla mal sus emociones, las discriminaciones se hacen ahí menos delicadas y las reacciones mal elaboradas. No es de extrañar, en consecuencia, como ya hemos visto, que el hammam sea un lugar probado de homosexualidad[9] masculina y femenina”[10].

           La literatura magrebí relata algunos contactos de pedofilia en este espacio, como Abdelhak Serhane:

           “Tienes suerte con los chiquillos, dijo el tendero frente al Elefante. Yo, no sé hablarles. Mi truco es el hammam. Allí es donde procedo a la ejecución de mi estrategia. Primero, descubro al niño solitario. Lo llamo y le pido que me llene un cubo de agua. Si acepta sin rechistar, sé que el asunto está en el saco”[11].

           Y también en el mismo autor: “En el baño de los hombres, todo me invitaba a la homosexualidad. Tenía siempre miedo de acudir solo. Los hombres desnudos estaban al acecho. Esperaban la llegada del niño para trazar sobre su cuerpo los signos violentos de sus deseos”[12].



           Tahar Ben Jelloun evoca oníricamente: “Ya nadie besa mis testículos... soy el hombre prometido a la muerte por una vida larga y extraña... venid pronto a recoger mi mensaje... tomad a vuestros niños y ofrecédmelos para mis noches de soledad”[13].


           Esas imágenes literarias nunca las encontraremos en Driss Chraïbi.

           El agua -para este escritor marroquí- es la transparencia del cristal, el descenso solaz al río cristalino, la creación de vida donde se encierran fuerzas de energía vital y agentes universales de eterna fecundación, practicando el incesto con toda inocencia como en La mère du printemps (L'Oum er-Bia)[14]: río de la ciudad natal de Chraïbi, Al-Yadida.


           El agua es también para él aureola mística, como se puede apreciar en su sinfonía panteísta, Naissance à l'aube[15].



           No hay que olvidar que el hammam, universo lenitivo de desnudez, representa el espacio uterino –“un vientre de mujer embarazada”[16]–, lo es oníricamente, como acabo de señalar, y lo es también física y topográficamente.

           Su forma laberíntica es muy significativa. De manera distinta a los baños públicos romanos (balneae), el hammam se sumerge en la tierra debido a la presión del agua y a la conservación del calor.

           Por un lado, el hammam es el espacio del agua chorreante y brillante, símbolo de la pureza pasiva: “agua-plasma, femenina, agua dulce, agua del lago, y agua océano, espumante, fecundante y viril, están cuidadosamente diferenciadas”[17].

           Y por otro lado, la bajada al hammam es descenso a los infiernos. Hay que introducirse, adentrarse, al lugar más recóndito, más íntimo y también diabólico y hediondo.

           Delirio, deseos de marginal sensualidad que provoca -y evoca- la atmósfera, húmeda y pegajosa, en el escritor marroquí Abdelhak Serhane:

           “Las finas manos iban, venían con habilidad por los cuerpos sudorosos de las mujeres, lubricados por la humedad, el jabón y el ghassul, esa arcilla perfumada con la que las mujeres se lavan el cabello. Las ganas de penetrar realmente a cada una de ellas me sumía en una acrecentada tristeza. Entonces, enviaba mi sexo a acariciar la negra forma, la incierta forma. Entraba en un agujero, salía, acariciaba a otro, provocaba a un tercero, tiraba de una teta, toqueteaba otra, volvía hacia mí, se marchaba otra vez a cosquillear una entrepierna imprecisa... Las mujeres pataleaban, él reía para sus adentros y volvía a la carga [...] tomaba otra dirección, trepaba por un muslo digno de todo respeto, se infiltraba en un agujero imberbe y allí se entretenía”[18].

           La misma lascivia existe en Harrouda, donde los juegos sexuales del baño moro se convierten en una auténtica contestación al orden sexual masculino:

           “Las mujeres salían del baño con el extraño sentimiento de una nueva culpabilidad: ni siquiera les era posible localizarla y mucho menos justificarla. Todas se sentían atravesadas por el mismo cuerpo débil y menudo que había organizado el orgasmo colectivo. Se reunían con sus maridos con la imperceptible nostalgia del furor y del ensueño. Poseídas, suponían que un demonio las habitaba. Algunas rechazaron a continuación entregarse a su marido. Otras intentaron volver a vivir toda la locura de su deseo con otras mujeres”[19].

            En este autor es donde se encuentra una gran recreación y un mayor número de imágenes y símbolos. De niño su mirada se ha paseado de la mano materna, y ya, adolescente, de la mano del padre. Sus sentidos han podido contrastar los dos ambientes que reflejan los textos.

           Así, a la fantasía de las palabras y a la lentitud, a la pereza e indolencia de los gestos en el baño de las mujeres que prolongan su estancia en él, se opone el baño masculino donde reinan las palabras escuetas, los gestos rápidos y los susurros en un rincón oscuro:

           “cuán fuertemente nos ha impresionado este lugar cuando éramos muchachos. Hemos salido todos indemnes..., al menos aparente-mente”. Tiempo después, cuando al hijo se le niega la entrada debido a la pubertad que despunta, dejará ya la mano materna:

           “Los hombres hablaban poco. [...] El silencio era interrumpido por el ruido de los cubos que caían  o las exclamaciones de algunos que sentían placer en hacerse dar un masaje. ¡Nada de fantasía! Eran más bien tenebrosos, tenían prisa por acabar. Más tarde, supe que pasaban muchas cosas en esos rincones oscuros, que los masajistas hacían algo más que dar masaje, que encuentros y reencuentros se producían en esa oscuridad, y que ¡tanto silencio era sospechoso!”[20]

            Para la mujer tradicional –cuya vida era poco más que la cocina, la limpieza del hogar y la espera eterna del esposo–, la ansiada salida para ir al baño, una vez a la semana, era todo un gran acontecimiento puesto que se presentaba la ocasión para ver a las amigas y poder hablar de cualquier cosa, porque sabían que lo importante para la salud es hablar.

            Y, en ese lugar de gran intimidad, “en el que uno se despoja de todo pudor”[21], las madres buscan la esposa adecuada para sus hijos, en innumerables textos, como en la obra de la escritora argelina Assia Djebar, Ombre sultane:

            “Los hijos desean vírgenes que habrá que escoger para ellos, palparlas en uno de los hammams de la ciudad[22].

            Las madres tienen ocasión de comprobar cómo se comporta la futura joven desposada. Entre los vapores del baño, no hay posibilidad de esconder, por medio de artificios, un pecho demasiado tímido, o de ocultar a través de toallas anudadas unas caderas demasiado estrechas para un futuro alumbramiento.

            A las endebles, huesudas y macilentas era bien fácil eliminarlas, en general, puesto que aquí el velo, que oculta el cuerpo, desaparece:

            “Una joven muchacha impaciente por la lentitud de las criadas, revelaba su cuerpo intacto y atravesaba el recinto hasta el estanque lleno de agua fresca. Iba seguida por la mirada de las matronas que evaluaba la fecundidad prometida por una cadera flexible, un pecho redondeado, cabos robustos. Aïcha no evaluaba nada, su cuerpo blanco y lleno se abría en el calor del baño[23].

            Según Abu-Hamid al-Ghazali, la esposa ideal para un creyente debe ser:

            “Bonita mujer, de buen carácter, con la pupila negra, largos cabellos, grandes ojos, tez blanca[24], que ame a su marido y no mire más que a él”[25].


            Las jóvenes se convertían en preciado punto de mira para la madre. Su comportamiento, su reputación contaba muchísimo a la hora de elegir esposa para su hijo bien amado:

            “Con frecuencia es en el hammam donde la madre escoge esposa para su hijo y donde la joven intenta púdicamente atraer la mirada de la madre de aquél que ama en secreto. En el baño, como en la casa, la iniciativa amorosa corresponde a las mujeres”[26].

            En L'insolation, como en muchas otras obras, queda reflejada la imagen de búsqueda de una virgen como futura desposada:

            “[...] la bruja de su hermana, una especie de casamentera profesional que infesta los baños moros y que aguza el oído desde que se habla delante de ella de cualquier virgen (guardada bajo llave por un clan celoso) para casar”[27].



            Juzgando solamente por las apariencias, se diría que el papel del hombre tradicional era importante, ya que era el responsable de las negociaciones de la dote y de las decisiones financieras que iban a la par con el contrato de matrimonio tradicional. Sin embargo:

            “El papel de la madre es capital puesto que es capaz de acceder a ciertas informaciones que sólo las mujeres pueden obtener en una sociedad basada en la segregación sexual. [...] En la sociedad marroquí, sólo una mujer puede ver a otra desnuda e informarse eventualmente de su salud, en el hammam[28].

            Todos esos espacios, reuniones exclusivamente femeninas, constituían un verdadero contra-poder que ejercía la mujer en la sociedad magrebí tradicional. Ese poder bien fuera de orden sexual o religioso, real o simbólico, e incluso si con frecuencia ese poder subversivo se basaba en prácticas que se apartaban de la norma, subrayaba el oscurantismo que, precisamente, mantenía, antaño, a la mujer bajo la dependencia del hombre.

            Por eso señalé, en mi obra La mujer y el lenguaje de su cuerpo. Voces literarias del Magreb[29], que a esa segregación de la mujer responderá la formación de espacios femeninos, donde su insatisfacción encontrará otra forma de expresión.

            La escritora tunecina Emna Belhaj Yahia explica: el hammam es el reino de los cuerpos desnudos, “la venganza de la carne desnuda sobre el pudor, la decencia y los escrúpulos”[30].


            En la escritora argelina Fériel Assima, en su novela Rhoulem ou le sexe des anges, ese lugar es recreado con voluptuosidad y fantasmagoría:

            “las albórbolas, que anunciaban la entrada de una joven virgen bajo el velo, se desvanecían, llevados por los comentarios salaces de las que ya no se dejaban sorprender: las descerebradas, las tuertas y otras minusválidas, las prostitutas y las viejas chochas que, desde siempre, reinan como dueñas en estos lugares. Sólo ellas sabían mantener esa feria de risas y murmullos, corriendo, desnudas, cerca de la joven casada, sin jamás hacerle levantar los ojos, exhibiendo sus sexos rasurados y los botones de sus senos rosa, prometiéndole, con sesgos poéticos, esos festines de la carne que pronto tendría que probar”[31].

            La desnudez de las mujeres, entre mujeres, representa entonces una trasgresión al igual que la voz de la mujer que debía estar velada. En ese espacio la mujer quebranta entonces otra prohibición: puede desplegar su voz bien en alto y libremente.


 
            Así en Femmes d’Alger dans leur appartement de la escritora Assia Djebar (que reivindica “la mujer-mirada” y “la mujer-voz”), las palabras de la anciana “masajista y portadora de agua” –Fatma– se identifican con las “palabras liberadas” de todas las mujeres reducidas al mutismo, puesto que en el baño, las mujeres se liberan, aceptan su cuerpo, que es aceptarse a sí mismas, y hablan de sus sentimientos secretos largo tiempo reprimidos: “¡La libertad que sale de la habitación caliente! [...] Reencontrar el agua que corre, que canta, que se pierde, que libera”.



             El hammam es un lugar bullicioso donde los gritos y gemidos se enlazan a la algarabía. El recinto, la humedad, el calor emoliente, la penumbra y los contactos corporales (masajes y cuidados de la piel) crean componentes sensuales y sexuales, que normalmente estarían ausentes en el universo de la mujer tradicional. Pero para la escritora de lengua árabe Ahlem Mosteghanemi:



            “Es en los baños donde se aprende en la mirada de los otros a renunciar al cuerpo, a purificarse de los deseos, a reconocer la inocencia de la feminidad. Allí se aprende que hay que avergonzarse del sexo como de esta feminidad y de todo lo que la revela, incluso en silencio”[32].

           En Leïla Sebbar, en Les femmes au bain[33], simbiosis entre lo escrito y lo oral en una travesía entre la tradición y la modernidad, la alternancia  de frases largas y cortas crean un lenguaje sensual que invita también a ese bullicio de voces que surgen del fondo de ese recinto cargado de voluptuosidad.

           La autora desea dejar oír todo tipo de voces libres lejos del control tribal, que surgen del lado del deseo, del placer, que se entrecruzan y plantean tanto “por qué” –“¿Por qué esa noche de bodas y de sangre, terror y desgracia?”–, pero, ¿es que hablan del esposo? Libres de toda vigilancia pueden claramente hablar entre ellas.

           En un mosaico de relatos íntimos, las palabras se desgranan tanto por la boca de “La Bien Amada” como por “El extranjero de sangre”. Sharazadas, en cierta manera, modernas, en un himno libre y gozoso que esperan encontrar al verdadero amante, mientras las mujeres mayores recuerdan o fabulan.

Confidencias, murmullos y risas en un reservado espectáculo cromático, donde las palabras y el lenguaje que expresa el cuerpo, con su movimiento, crean una armonía, un ritmo: “conversaciones o monólogos desarrollados con palabras dulces, menudas, gastadas, que se deslizan con el agua”[34].

           En la cultura tradicional magrebí, purificarse con el agua caliente del hammam es un acto ritual que lleva a cabo la mujer después de un parto, de la menstruación, antes del matrimonio y en las fiestas religiosas (¿no prescribía Avicena el hammam como terapia en las enfermedades psicosomáticas?).



           Esta función purificadora señala el paso de un ciclo a otro y permite a la mujer renovarse y regenerarse entre dos tiempos. Este espacio es por tanto un lugar mágico y de reposo donde la mujer tradicional escapaba a su condición de enclaustramiento.

           Esa mujer tradicional, en la impuesta soledad, buscará a su alrededor a otras mujeres para conversar, reír y bailar como sucede en el Aíd el-Kebir –Fiesta Grande[35]– y en el Aíd es-Seguir[36] o en las celebraciones de matrimonio. Pues para que este sea válido debe estar rodeado de fiesta, manifestaciones públicas, cantos, bailes y ese grito de alegría –yuyu[37]– realizado por las mujeres con emoción intensa: “para el musulmán, el matrimonio es la mayor obligación canónica”.

           Un célebre hadiz (del verbo hadaza, contar o decir) señala que “Quien se casa se hace poseedor de la mitad de su religión”[38].




[1] Los espacios “cerrados” y “abiertos” en las novelas, los analicé hace tiempo, en un estudio pionero y muy difundido (Leonor Merino, “La mujer en la Literatura Magrebí de expresión francesa, exclusión y poder”, Awraq vol. XII, Madrid, Instituto de Cooperación con el mundo árabe, 1991, pp. 161-178), que ahora he aumentado con el estudio de un mayor número de obras.
[2] Rachid Boudjedra, La Répudiation, París, Denoël, 1969, p. 46.
[3] Tema reiterativo y traumático, ante este recuerdo doloroso de la infancia, en la mayoría de los escritores, ante “la visión de tijeras y cuchillas manipuladas por dedos invisibles”.
Así: Albert Memmi en La statue de sel; Abdelkébir Khatibi en La mémoire tatouée; Tahar Ben Jelloun en Harrouda y La nuit sacrée.
Para Abdelwahab Bouhdiba, La sexualité en Islam, París, P.U.F., 1975, p. 214: “Sin embargo es un acto que no reviste en el fiqh carácter alguno obligatorio. No se trata más que de un acto sunna, es decir fuertemente recomendado”.
[4] Idem., p. 206.
[5] La Querelle des images, Casablanca, Eddif, 1995, p. 115.
[6] Ahmed Sefrioui, La Boîte à Merveilles, París, Le Seuil, 1954, p. 12.
[7] “Ningún hombre, en efecto, es totalmente masculino hasta estar desprovisto de toda huella femenina. De hecho, al contrario, precisamente los hombres muy machos poseen una vida amorosa, íntima muy tierna y vulnerable (que, ciertamente, protegen y esconden lo mejor posible), aunque con frecuencia sea un error ver en ella "una debilidad feminoide"”: Carl Gustav Jung, Dialectique du moi et de l'inconscient, París, Gallimard, 1964, p. 164.
[8] Escuela musulmana de estudios superiores.
[9] “La homosexualidad pertenece al mundo del silencio”, confiesa el escritor Tahar Ben Jelloun en su ensayo: “de manera general, es una práctica corriente en el Magreb pero jamás ostentada”, La plus haute des solitudes, París, Le Seuil, 1977, p. 69.
Y en su novela L’écrivain public (París, Le Seuil, 1983, p. 32), señala: “En nuestro barrio, había dos categorías de chavales: los débiles que se dejaban dar por culo, y los demás, los que daban. Todo giraba en torno a esa distinción. Los fuertes eran los más numerosos”.
[10] Abdelwahab Bouhdiba, La sexualité en Islam, cit., p. 209.
[11] Les enfants des rues étroites, París, Le Seuil, 1986. Coll., P. 1043, p. 24.
[12] Messaouda, París, Le Seuil, 1983, p. 38.
[13] Moha le fou, Moha le sage, París, Le Seuil, 1978, p. 69.
[14]  París, Le Seuil, 1982.
[15] París, Le Seuil, 1986.
[16] Souad Guellouz, Myriam ou le Rendez-vous de Beyrouth, Túnez, Sahar, 1998, p. 223.
[17] Jean Chevalier et Alain Gheerbrant, Dictionnaire des symboles, París, Robert Laffont/Jupiter, p. 436.
[18] Abdelhak Serhane, Messaouda, cit., pp. 38-39.
[19] Tahar Ben Jelloun, Harrouda, París, Denoël, 1973, p. 37.
[20] Tahar Ben Jelloun, L'enfant de sable, París, Le Seuil, 1985, pp. 32 y 37.
[21] Soumaya Naamane Guessous, Au-delà de toute pudeur, Étude sur la sexualité de la femme marocaine (1989), Casablanca, Eddif, 1995, 8ª ed., aumentada, p. 19.
[22] París, J.-C. Lattès, 1987, p. 138.
[23] Yasmine Chami-Kettani, Cérémonie, Arles, Actes Sud, 1999, pp. 86-87. Aïcha, “Reina en el corazón de los suyos” (p. 84).
[24] Tanto en las conversaciones cotidianas como en las prácticas de magia o en las canciones y los poemas, domina el himno a la belleza blanca.
[25] Fátima Mernissi, Sexe idéologie Islam, cit., p. 117.
[26] Mary Montagu, L'Islam au péril des femmes, París, Maspéro, 1981, p. 125.
[27] Rachid Boudjedra, L'insolation, París, Denoël, 1972, pp. 71-72.
[28] Fátima Mernissi, Sexe idéologie Islam, París Tierce, 1983, p. 136.
[29] Leonor Merino, en CantaArabia, Madrid, 2011, p. 479. Amplia Bibliografía y traducciones. “Presentación”: Carmen Ruiz Bravo-V.
[30] Emna Belhaj Yahia, Chronique frontalière, París, Noël Blandin, 1991, p. 80.
[31] París, Arléa, 1996, p. 139.
[32] Le chaos des sens, París, Albin Michel, 2006, p. 200.
[33] Saint Pourçain-sur-Sioule, Bleu Autour, 2006.
[34] Femmes d’Alger dans leur appartement, París, Des femmes, 1980, p. 45.
[35] “Fiesta Grande” en la que se rememora el sacrificio de Abraham (padre de todos los creyentes, musulmanes, judíos y cristianos), dispuesto a inmolar a su hijo para salvar su alma. Día en el que se sacrifica un cordero y se asa entero con brasas (mechuí), y se comparte con los pobres.
[36] “Fiesta Pequeña” que señala el fin del mes de Ramadán con la aparición de la luna nueva. Las mujeres preparan para esta ocasión dulces, y los niños estrenan ropa y calzado.
[37] Sonido onomatopéyico producido por las mujeres en sus albórbolas.
[38] Abdelwahab Bouhdiba, La sexualité en Islam, cit., p. 20.

1 comentario:

  1. Impresionante, Leonor. Ha sido una delicia bañarse en este apasionante hammam de imágenes y palabras.

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