sábado, 23 de noviembre de 2019











NOMADISMO DE PALABRAS QUE PACIFICAN FRONTERAS

                           Malika Mokeddem



                                                                           
                                                                            Leonor MERINO
                                                                            Dra. U. A. M.
                                                                  Escritora-Poeta. Traductora



A guisa de Introducción: hablar en lenguas



Hace siete meses, en la Fundación Tres Culturas del Mediterráneo que acogió el “Congreso Internacional WOCMES-Sevilla 2018” donde tuve el honor de participar, señalé que el encuentro humano tiene raíz hegeliana porque la escritura es universal y poetas y escritores se reencuentran cualesquiera que sean sus lenguas. Se podría entonces comparar Pascal avec ar-Roudani, Boileau avec Abd-ar-Rahman al-Fassi, Molière avec al-Ifrani, Voltaire avec az-Zayani y los románticos con los poetas de la corte de Mulay Ismaïl.

De ahí se desprende que la literatura magrebí -marco de mi trabajo- debería ser una literatura árabe de lengua francesa, una asociación que no puede sorprender, puesto que se trata de señalar esta producción literaria en su verdadero contexto magrebí y árabe; sobre todo porque la nacionalidad de un escritor no corresponde, obligatoriamente, a la nacionalidad de su obra ni a su origen y la magrebinidad permanece como lugar de expresión donde todos los autores pueden reencontrarse para conjugar sus esfuerzos en vista a una cultura nacional admitiendo el pluralismo lingüístico, con el fin de integrarse en el concierto de las naciones.

Lejos de mí, cualquier intención de acordar a la escritura una nacionalidad literaria, puesto que la Literatura representa mucho más que las nacionalidades. Cuando se crea Literatura no se piensa en naciones, no dialogan estados y naciones; en la globalización, dialogan la tradición de la literatura, la modernidad, la posmodernidad, se establecen similitudes, comparaciones, dialogan los escritores y, en esa comunión, los grandes escritores y poetas desafían al Tiempo, como Omar Hayyan (Nishapur, actual Irán, 1048-id., 131).

La lectura de un buen libro es diálogo incesante donde el libro habla y nuestra alma de lectores o creadores responde. Escritores como Dante, Dickens, Tolstoi, Cervantes, Goethe crean lazos entre los seres humanos.

Sí, lejos de mí, por tanto, cualquier intención de acordar a la escritura una nacionalidad literaria, reconociendo, además, que la lengua no pertenece a nadie. No tiene fronteras. La lengua pertenece a quien se sirve de ella como herramienta de trabajo y comunicación, y por utilizar una u otra lengua no son unos escritores o intelectuales más que otros. No hay que olvidar que el principio mismo de la libertad individual pide que cada cual se exprese en la lengua que domine mejor o la que sea de su agrado, pues la lengua pertenece a la conciencia soberana del individuo y no a una moda o a una instancia de poder que decide en qué lengua se tiene que escribir. Más aún nuestra sangre, al igual que la lengua, no es pura. Nuestra primera gramática académica definió al español como amalgama de términos fenicios, griegos, latinos y árabes. Y la Academia francesa no ignora que hay el doble de palabras francesas de origen árabe que de origen galo (tal vez incluso tres veces más).

Escritores/escritoras que, a caballo entre tradiciones literarias, gozan de la oportunidad de leer en varias lenguas: encrucijada múltiple de culturas y lecturas, de posturas vitales, estéticas e ideológicas.

Sin embargo, estas literaturas se observan con mirada extranjera por críticos europeos, incluso por árabes magrebíes, prisioneros de su alteridad arcaica, que no ven más que una manifestación del margen de dos discursos estandarizados.

Conluyo estas reflexiones, al mismo tiempo que me congratulo y agradezco compartir con todos ustedes este magno congreso literario, con las palabras del islamólogo Mohammed Akroun: "Los investigadores más competentes y más leales serán los que combinen la exigencia científica con un sentido agudo de la solidaridad histórica de los pueblos y las culturas. Esto es particularmente cierto en el caso de quienes se interesan por el mundo mediterráneo”.


A través de este encuentro científico, se pueden desvelar las vías de la narratología moderna, interpretar el sentido latente del texto novelesco que estructura el imaginario y trabaja el espíritu de los lectores, alejarse de los egocentrismos revelar las identificaciones con la Alteridad, así como el espacio sociocultural del Otro y su forma de ser.

Errancia interior en marcha anticipada

Habiendo participado en varios monográficos sobre hispanismo magrebí -marroquí especialmente- y conocida la desidia/negligencia de los encargados de defender mi lengua materna según algunos esforzados/desilusionados hispanistas, me propongo presentar la escritura prolífica de una argelina en la numerosa traducción al español -segunda lengua en el mundo por el número de hablantes nativos-: ese camino del primer autor que, al recorrer sus meandros, nos reencontramos con su angustia, herida, destello, gozo, río arriba de la escritura.

            Así, existe una argelina que, desde la mitad de los años ochenta, taracea rigor y sensibilidad en su escritura de lengua francesa como travesía del exilio interior en un parto de libertad: Malika Mokeddem asigna a la escritura la tarea de restituir y preguntar al pasado, al mismo tiempo que extrae una multitud de hilos enlazados con las tragedias del presente. Para ella, rememorar es también lontananza, alejarse de sí y de la propia tierra, y en esa tensión se lee en abismo una historia colectiva.

Nacida en el asentamiento del oasis de Kenadsa en la frontera de imperceptible trazado entre Marruecos y Argelia, la ascendencia de Mokeddem incluye a la tribu saharaui de raza mixta de los nómadas Doui Menia de la región suroeste de Kenadsa. Nefróloga de profesión en Montpellier, Malika Mokeddem abandona este oficio, en 1985, para dedicarse a la escritura.

Así, de la herencia africana y árabe, Mokeddem integra temáticas de confluencia híbrida en su escritura que encuentra fuente de inspiración en la formidable estepa desértica, que separa el norte de África del corazón del Sahara: su fuerza despiadada y majestad.

El desierto se convierte en el primordial espacio cultural del conocimiento con un guion que mantiene la "memoria viva". El desierto ha recibido miradas ambivalentes, áspero y árido terreno, así como fuente misma de energía poética y espiritual de los escritores árabes y africanos, entre otros.

Poetas como el palestino Yabra Ibrahim Yabra, la libanesa Andrée Chehid, el sirio “Adonis” y escritores como el senegalés Sembène Ousmane, el sudanés Tayeb Sale, el argelino Rachid Boudjedra y la misma Malika Mokeddem expresan una relación muy personal con el desierto en la que integran la complejidad de las emociones humanas en forma de nostalgia, exilio, alienación, miedo, amor y liberación en el dinamismo del paisaje.





En Malika Mokeddem, es imposible separar su trabajo de su poética sahariana en la que el desierto se convierte en palimpsesto de la memoria ancestral y documentación cultural, así como espacio del conocimiento e identidad "recordados", transmitidos oralmente a través de las dimensiones físicas de la espacialidad.

Su novela Los hombres que caminan describe esa comunión sagrada, ecológicamente sensible, como luz divina trascendente: "Esa luz tan intensa, que era, para nosotros, la esencia de todas las miradas".


Para Lorand Gaspar -cuya obra es una de las referencias de la poesía actual-: “el desierto es el espacio donde uno se descubre solo, al mismo tiempo se reconoce solidario con el sílex y con la amplitud de la luz, con esa corriente secreta que va del mineral al hombre y del hombre a las galaxias lejanas”. Para el Nobel de Literatura, Saint John Perse -que describió el destierro que sufre el hombre desde Ovidio hasta el mundo contemporáneo-, el desierto es para el espíritu como el reverso de la mar y también: “Desierto: como fundación de imperio por tumulto pretoriano, ¡ah!, como hinchazón de labios en el nacimiento de los grandes Libros”.


Para el poeta Jean Sénac -un guijarro en los zapatos de aquellos tiempos convulsos entre Francia y Argelia-: “El desierto, como esa capa que flamea/Antes incluso de alcanzar al sol la ceniza que nos bebe”.


Sin embargo, para Boudjedra no existe luz divina sino una “eternidad de mica, de basalto, de cuarzo y de gres”; “límites estrechos como pudor de mujer que desnuda su cuerpo y descubre que sus caderas son tan arcillosas, tan redondas como dunas”: “El Desierto es una mujer de formas impúdicas”.
Imágenes todas en contraste ante la fibra novelesca sostenida, innegablemente, por una escritura fluida y exquisita de Malika Mokeddem, en un desierto como matriz o bien de origen matricial que brinda una posición feminista a través de una poética vivencial simbolizada por la antigua sabiduría de la abuela Zohra, en su novela Los hombres que caminan: “Zohra era el desierto” (p. 11).


Zohra, imagen de filósofa innata, atravesando sus días en recoger la sabiduría del desierto; personaje cuentacuentos resorbiendo, a diario, sus recuerdos de la vida nómada para compartirlos con su nieta: “Nuestra historia no yace entre la tinta y el papel. Escudriña sin cesar en nuestra memoria y puebla nuestra voz” (pp. 14-15).


La alianza Zohra-desierto establece la primacía del desierto como espacio femenino, refugio maternal en el que los personajes, Saadia y Leïla, encuentran consuelo y solaz. El desierto se convierte, así, en un lugar de territorialización físico y emocional después de la alteración social engendrada en y por el espacio urbano.


Mokeddem crea un mosaico de experiencias de vida, una alfombra beduina de rica textura cuidadosamente cosida a mano con finos hilos de la memoria.


Los hombres que caminan describen la conciencia nómada o la conciencia original de las tribus del desierto, esas poblaciones nómadas -al igual que los marinos de largo aliento- que poseen un saber geográfico que transmiten de una generación a otra: “Puede que posean la inteligencia de los primeros hombres, que comprendieron que vivir consistía en cambiar de lugar, la de los últimos hombres que acabarán huyendo de la hecatombe de las ciudades o la de los rebeldes de siempre, que jamás se incorporan a ningún sistema establecido. Ahora me parece que su caminar tiene que ver con su propia concepción de la libertad” (p. 21).
El paradigma de la inmovilidad se convierte en el principal rasgo característico del sedentario. Frente a los hombres que caminan, el otro es percibido en primer lugar por su carácter inmóvil:
“Las gentes sedentarias se aburren tanto, que hasta fraccionan los días del mismo modo que yo desgrano las cuentas de mi rosario para rezar” (p. 27).




Y en su novela El siglo de las langostas se vuelve a recoger: “El tiempo siempre ha sido el más apretado de los nudos que ata los sueños de los sedentarios. Estos, inmovilizados en un lugar determinado, no piensan durante toda su vida más que en la velocidad y el control del tiempo que transcurre” (p. 227).


Un nomadismo entonces en el que hay tiempo para sembrar palabras y tomar referencias, hitos del paisaje: aquella roca, este palmeral, aquellas garrigas. Memoria de lugares conservada en la comunidad, que sirve para guiar, orientar a los hombres de la tribu que caminan.


En El siglo de las langostas, Mahmoud, acusado por un delito que no ha cometido, huye al desierto para vivir como poeta junto a Nedjma, esclava que será asesinada ante la mirada horrorizada de la hija de ambos de ocho años, Yasmina (personaje inspirado en la abuela de Malika[1]) que, escondida tras “un montón de piedras”, enmudece ante tanta atrocidad; si permanece con deseos de vida es porque, como su padre, está íntimamente unida al desierto: “caminar es para ella otro cuerpo a cuerpo necesario. Tiene la necesidad carnal de sentir la arena, la lasitud del desierto; de chocarse con la piedra, el pesar de los erg, de sentir la quemadura de la luz como una mirada insistente, una llamada a la libertad convertida en un dios” (p. 196).

Errancia, primero interior, luego viajera, entregada al placer de descubrir “espléndidos horizontes”; feliz por sentirse en camino, por dibujar un recorrido con la ayuda de los pasos, recorrido que lleva siempre un poco más lejos, con frecuencia de nuevo a los mismos lugares, pero con mirada diferente, distancia que multiplica las perspectivas, acarreando paisajes, a veces en incesante torbellino, y la ensoñación para vestir la aridez.


Pulsión de Yasmina que evoca a Isabelle Eberhardt de quien su padre le había hablado en varias ocasiones: “La bella Isa de una blancura dorada y coronada de inteligencia que se disfraza de beduino para permitirse todas las libertades y vive a contracorriente” (pp. 221-222). Hermoso broche que se inicia con una cita en exergo, en esta novela de Mokeddem: “Y también entiendo que se pueda terminar en la paz y el silencio de alguna zagüía del sur, terminar en éxtasis, sin remordimiento ni deseo, frente a espléndidos horizontes” (Isabelle Eberhardt, Kénadsa, 1904).

Insomnio: libertad, lectura, alto vuelo a la escritura

En el relato autobiográfico El desconsuelo de los insumisos, Malika Mokeddem cita en exergo al poeta andalusí Abu Amir Ben Alhamara: “Cuando el pájaro del sueño pensó en hacer su nido en mi pupila, vio las pestañas y se asustó de la red”.



El insomnio -espacio de libertad- la lleva a la soledad -conquista de saborear el tiempo de otro modo- y a la lectura apasionada, que la reconfortó y la izó en el vuelo a la escritura -espacio de todas las resistencias-. Insumisión que tiene como hilo conductor el insomnio.

Aventurándose por los meandros del “yo” y escrita con pluma catártica y hermosa, la autora narra el recorrido de una mujer insumisa a la civilización y al patriarcado, desde la infancia en las dunas del sur argelino, en un medio tradicional pobre, hasta Montpellier. Su rebeldía enclavijada en su cuerpo desde siempre y origen en las historias narradas por su abuela. La batalla de una mujer que quiere ser libre: libre para leer, escribir, amar, no tener hijos y vivir con un francés considerado infiel por el padre de la narradora. Sin embargo, esta obra se cierra con un emocionante encuentro, puesto que regresa a Kenadsa donde el padre muestra el orgullo que siente por el éxito de su hija.

Obra intensa, rebelde y acerba en la denuncia de la dominación y, al igual que otras escritoras del “exilio” -migración y errancia interior-, la paradoja entre rechazo y atracción por la tierra, repulsión y nostalgia, ruptura de lazos y evocación dolorosa, pero juego sabiamente dosificado entre los capítulos expuestos en paralelo: “Aquí” -“sacan a la luz la continuidad de esa misma intranquilidad en Francia y el precio pagado en la otra orilla del libro, la escritura”- y el “Allá” -“recuperan periodos de mi infancia y adolescencia en Argelia”-, explica la autora, al inicio del relato, en la “Observación”-; capítulos que logran que el espacio entre dos lenguas permanezca siempre hospitalario (como en la escritora tunecina Maya Nahum-Valensi[1] y la marroquí Minna Sif[2]), puesto que: “No sólo mi lengua y mi escritura son de travesía; toda yo lo soy por entero y estoy entera gracias a esa dualidad”, dice Malika Mokeddem en “La chalada de las noches argelinas” (p. 171).

Decide exiliarse para buscar en Francia la libertad, sobre todo, e intentar emplazarse en relación a esas dos tierras:
La escritora vuelve a confesar en su novela La prohibida: “Estoy más bien en el medio, en una línea de fractura, en todas las rupturas. Entre la modestia y el desdén que desgasta mis rebeliones. Entre la tensión del rechazo y la dispersión que procuran las libertades. Entre la alienación de la angustia y la evasión por el sueño y la imaginación. En un espacio intermedio que busca la confluencia entre el Sur y el Norte y sus puntos de referencia entre dos culturas” (p. 47).

Es en El desconsuelo de los insumisos, donde la autora va tejiendo lazos dialécticos entre una memoria presente e inmediata y la alternancia de capítulos: vaivén continuo entre las dos orillas del Mediterráneo -Francia y Argelia-, que demuestra la aceptación en su dualidad, con una escritura de gran calidad y con el fin precisamente de hablarse y proyectarse hacia un futuro que no vislumbra con claridad. Insomne -“el insomnio, la soledad, y la lectura fueron mis primeras libertades en lechos improvisados, amenazados, nómadas” (pp. 18-19)-, la voz narradora habla de la relación con su familia: “Es en suma, la devoción de esta narradora de cuentos [la abuela], memoria de una cultura oral, quien protege en casa mis primeros esfuerzos para apropiarme de la escritura del infiel francés. Sin embargo, la sed por aprender también me arranca de ella, que tanto necesita transmitir la memoria en peligro de los nómadas, de un pueblo en vías de desaparición: "La inmovilidad de los sedentarios es la muerte, que ya me tira de los pies. Ahora sólo me queda el viaje de las palabras... ", para volver con la memoria nómada, fecundada en gesta de creación.


El matiz vital de la escritura, unida a la soledad de la lectura, colma el espíritu: “Entonces me atiborro de la única libertad a mi alcance, la lectura. Leo continuamente con avidez [...] las palabras desconocidas son las pisadas más largas en mi fuga, me liberan del sentido concedido a su grafía, su sonoridad, y me embriagan aún más” (p. 88).

Consecuencia directa, entonces, de esa huella de solitaria y exiliada: “¿Es costumbre de expatriada y de insomne contarse historias? ¿Es por miedo a perderme? ¿Es para adormecer las amenazas de lo desconocido? ¿Es una manera de existir contra viento y marea?” (p. 24).

Y vuelve también su reencuentro emocionado con Kenadsa -“El corazón empieza a dar golpes en mi pecho como un pájaro enjaulado”-, con su terruño, “tras décadas de tiempo muerto”: “Las razones son innumerables: el integrismo, la ruptura con mi familia...”. Pero siempre estuvo presente el largo consuelo de su profesión de médico: “un camino señalado entre la lectura y la escritura”, y ejercida en “el feudo de los zufrís, obreros que emigraron sin la familia a Francia, que pueblan los laberintos de los mercaderes del sueño, los antros de la soledad”.

Balanceo entre un lugar y otro que la memoria va desgranando con arrojo y retadora sinceridad -“A los amantes de una noche, les digo: "Sólo estoy de paso. Me voy mañana"-. Ante el insomnio, el sufrimiento, la decepción y las amenazas islamistas, solo queda huir en la nave de la poesía: “leer esa quinta esencia es inscribirse en la evidencia, en una fuerza tectónica que estalla, resucita. Es empapar el espíritu alerta y enjugarlo aunque sea en el infierno” (p. 110).

A la clausura del primer capítulo, “La cama erguida”, narra del camino largo y arduo de la escritura, y regresan a su memoria “los cuatro años de trabajo encarnizado” de su primera novela Los hombres que caminan: “Cuatro años auscultando la infancia y la adolescencia. En un texto que data de aquella época escribí: *De la lectura a la escritura, de los libros al libro, ¿resistencia o superviviencia?) [...] se atropellaban las palabras del silencio, las palabras de todas las ausencias. Me asestaron una brutalidad saludable. Me dejaron ebria y desamparada. Escribir, escribir, y la rotación de palabras airea los tormentos. Escribir, manchar de negro el blanco cadavérico del papel es ganar una página a la vida” (p. 55).

El regreso, también, porque su tierra la agasaja por su primera novela Los hombres que caminan, puesto que ha sido premiada por la Fundación Noureddine Aba (lleva como estandarte el nombre de un humanista, poeta y dramaturgo argelino) y al mismo tiempo fue galardonado en vida el poeta y periodista asesinado Tahar Djaout por su novela Les chercheurs d’os. Escritora y escritor que, a partir de una situación geográfica e histórica particular, alcanzan lo universal. Sin embargo, señala Mokeddem en la novela laureada: “Los miembros de la Fundación también tuvieron que exiliarse” (p. 84).

Hay que señalar que ese retorno como búsqueda se encuentra sobre todo en El desconsuelo de los insumisos, en ese presentimiento de regresar al encuentro con los suyos, “sabía que mi padre estaba enfermo” y “solo quiero volver a verlo antes de que desaparezca bajo tierra” y porque ya se ha convertido en “una cosita negra encogida en un camastro, apuntalada con cojines”. Una emoción contenida que enseguida se rinde -“Quiero dejar difuminada la pena para concentrarme en la caricia de mi padre, para retenerla mejor. Para acordarme bien de ella”-, así como el temblor de las manos paternas en las de la hija son páginas de gran sobriedad, relatadas en el último capítulo, “Tráeme un abrigo ligero” -le había rogado su padre-: “Abatida, me agacho un poco más, tomo su rostro entre mis manos, beso sus lágrimas en el extremo de los ojos y salgo a toda prisa. Smag, perdón, esta palabra sólo tiene un significado: mi padre cederá pronto al último sueño y no estaré aquí para cogerle la mano. Para cerrarle los ojos” (p. 191).

Unos ojos que, antes de apagarse, traslucen la admiración por su hija. Con estas palabras clausura la autora esta obra, otro hermoso broche que se inició en su dedicatoria: “Para mi padre, este libro que no leerá”. 




Mis hombres / Un hombre


Sin embargo, ese padre es el oponente literario, como prisma deformante a otras semblanzas paternas -recogidas en mi obra La mujer y el lenguaje de su cuerpo. Voces literarias del Magreb-, en la obra autobiográfica de Mokeddem, Mis hombres, donde describe el perfil de aquellos que han contado en su vida (“[sin buscar] a mi padre en otros hombres”), pero sobre todo narra el temperamento reprobable de aquel por el que nació este relato turbador: el padre que emerge de la memoria de la narradora desde el primer capítulo, “La primera ausencia”.


Este padre no se digna a concederle ni una mirada, ni a ella ni a sus hermanas en ese mundo regido por hombres, y cuya mirada es “como un parásito que corre por los cuerpos”. Desde la infancia supo qué lugar se le reservaba entre ese entorno hostil a la mujer (despreciada por el seno familiar, más tarde por el color de la piel como su abuela: “segundo sexo de la peor raza”). Lastimada, insolente, rebelde y asqueada, va a entrar en guerra declarando su hostilidad al padre censor, a todo aquel que se interponga en su camino, y gritará al evocar la implicación insidiosa y a veces voluntaria de algunas madres, desde las primeras páginas de Mis hombres:

         “Mi padre, mi primer hombre. Por ti aprendí a aunar el amor a las heridas y carencias. ¿A partir de qué edad el estrago de las palabras? [...] Dirigiéndote a mi madre, decías "Mis hijos" cuando hablabas de mis hermanos. "Tus hijas" cuando la conversación concernía a mis hermanas y a mí. Pronunciabas siempre "Mis hijos" con orgullo. Tenías un punto de impaciencia, de ironía, de resentimiento y de cólera a veces formulando "Tus hijas". La cólera era cuando yo desobedecía. Es decir, a menudo. Por rebeldía y porque era mi única forma de alcanzarte [...] A los cuatro, cinco años, me sentía ya agredida por las declaraciones de mi entorno. Interpretaba ya que las niñas jamás eran hijas. Condenadas al rechazo desde el nacimiento, encarnaban una imperfección colectiva de la que no se liberaban más que engendrando hijos. Veía a las madres perpetuando esa segregación. A fuerza de observar su monstruosidad, su perversión y de intentar comprender sus motivaciones me forjé una convicción: la perfidia de las madres[1], su misoginia y su masoquismo forman hombres en ese papel de hijos
crueles[1]. [...] Había contemplado tu tristeza en la muerte de un hermanito. Me había preguntado qué sentirías si a mí me sucediera que desapareciera. Una pena menor, estaba convencida. Tal vez incluso ninguna. [...] Estaba condenada a vivir y a consignar, con el rigor de un contable, todas las sustracciones del amor, padre”[2].

La niña -primogénita- soñaba día y noche con una bicicleta para desplazarse a la escuela, debido a la gran canícula del desierto. El padre se negaba argumentando la carencia de dinero. Cierto día, su padre y su hermano -menor que ella- iban alegres sobre una flamante bicicleta. Cruel decepción: estaba destinada para su hermano, él sí era primogénito. Esta gran herida sirve de desencadenante para otras heridas.

Como consecuencia de ese primer contacto rudo con la existencia, la niña se convierte en anoréxica. Enfermedad que la lleva a refugiarse en un médico, el doctor Shalles -“estoy enamorada del ser que es”-: origen de su propia vocación. Su vida como mujer y su vida profesional están selladas puesto que, refractaria al matrimonio y a la maternidad, la joven escoge cuidar el cuerpo de los que sufren. Por tanto, da la espalda a la figura paterna: “Dejé a mi padre para aprender a amar a los hombres. Ese continente aún hostil, por desconocido. Y le debo también haber sabido separarme de ellos. Incluso cuando los tengo en la piel”. Puesto que la autora desea tenerlos a su lado y que ellos también lo estén.

Así, la autora no pinta el retrato sino el perfil de varios hombres que han contado en su vida amorosa en Argelia y Francia. Pero recuerda, igualmente, a otros hombres que la moldearon y protegieron, como el generoso librero de Béchar, y quienes la llevaron hacia los libros y que “forman toda una cadena”, entre los que destaca al librero y también escritor de Montpellier, Jean Debernard de la librería “Molière”.

Esta figura paterna está también descrita en El desconsuelo de los insumisos: “En mi memoria lo veo siempre en bicicleta con unas pinzas de la ropa que le ajustan el pantalón por encima de las pantorrillas y un sombrero rifeño en su cabeza de camello. Tiene esa altivez de monarca sin fortuna que hace que mi madre se incline ante él” (p. 178).



Personaje paterno que ahora regresa dulcificado por boca de Sultana Méhayed, en el capítulo IX, a la clausura de su citada obra La prohibida, en un bello y extenso párrafo descriptivo del que recojo solamente su final: “Veo en la noche de sus ojos el incendio del desierto. Veo en su sonrisa el mordisco de la añoranza. Lo veo con los múltiples ojos de la ausencia, de todas las carencias. Lo veo en una danza de instantes que han vuelto a cerrarse fuera del olvido.” (p. 176).
Pero, sobre todo en Mis hombres existe la búsqueda del padre, a pesar de exigirle cuentas, porque las últimas palabras son hermosas por su profundidad y hálito, en el momento de establecer balance, de volver la vista atrás, siempre con vigoroso tono y la misma libertad. Así se inicia el último capítulo: “Once años ya que estoy sola. Usted, el desconocido, que tal vez haga irrupción en mi vida, sepa que le quedan trece años para pretender rivalizar con la ausencia de mi padre” (p. 205).
Por eso ha escrito este relato conmovedor, “para poner palabras en ese abismo” entre ella y su padre, “para lanzar cartas como estrellas fugaces en esa insondable opacidad”. Mis hombres es un texto realizado más por autenticidad que por necesidad de reparación, aunque las primeras páginas restallan como el látigo, y es, también, un texto sensual, no porque hable de los hombres que ha abrazado sino por la vida transfigurada, poetizada, a pesar de la muerte, divorcio y amores desgraciados.
Así, a través de la búsqueda de todos los hombres de su vida, se realizará precisamente la búsqueda del amor del padre, su sombra y reconciliación.

ENGARCE

Estos relatos están llenos de vida, en una lengua sensual en la que el ritmo, natural como el viento, se eleva en texturas y olores, donde los sonidos persiguen con gran maestría la búsqueda de la memoria, y las palabras escritas se esculpen con arabescos.

Un torrente que nos transporta en un torbellino de historias dolorosas, a veces teñidas de gracejo debido a la espontaneidad; así: “Dichosos aquellos que están como regaderas porque dejan pasar la luz” y, también en español, en La prohibida:

“¿Conoces ese dicho de nuestra tierra?
-¿Cuál? –“Trabajo moro, poco y malo”” (p. 113).


Diálogo de lecturas universales y un viaje entre lenguas, con el fin de impedir que se seque la tinta en la denuncia del monolingüismo y del odio en quien rechaza la cohabitación con otras lenguas del mundo. 

De esta forma se muestra cómo Mokeddem deconstruye también el eurocentrismo -una forma de etnocentrismo- tratado a través del personaje Vincent, en Mis hombres, que recibe el riñón de una argelina fallecida y que le permite vivir, libre y autónomo, sin necesidad de una máquina para la supervivencia.

Metáfora a través de un trasplante y de un argumento científico, contra todos los embustes sobre las razas con los que se quiere encerrar a los pueblos.

Lucha, entonces, por un nuevo universalismo que, como diría Tzvetan Todorov, consistiría en ver a cada cultura como pieza importante en el engranaje de la Historia. Es decir, un encuentro de las culturas en el caos-mundo de Édouard Glissant, donde todos los elementos son igualmente necesarios y ejercen una acción al mismo tiempo de unidad y diversidad: cada parte ramificada, cada fibra se alimenta de la otra.

Literaturas que, por una aparente descontextualización (alejamiento geográfico y cultural) abordan temas, a veces ocultos y tácitos, que alcanzan a la humanidad en su conjunto.

Cierro el bucle en ese reencuentro de lenguas, -como miembro activo de La Literatura Española General y Comparada que no soy capaz de separar el mundo en culturas por lo que cada persona es deudora de su contacto con el Otro y con el Tiempo en marcha-, con otra cita en español, que recoge Malika Mokeddem, por boca de uno de sus queridos enfermos pegado a una máquina de diálisis para subsistir:

“¡Ah, la guapa! La doctora que me quita el dolor.
La doctora que me quita la pena”[1].



[1] Mes hommes, cit., pp. 192-193.

[1] En este sentido, confesaba la cineasta argelina Rachid Krim: “Considero que en Argelia los hombres están desfasados en relación con las mujeres. Las mujeres están mucho más estructuradas. Obligadas a apretar los puños, muy pronto en su vida, son más fuertes. Convertidas en madres, en cierta forma toman su revancha sobre el hombre al apropiarse de los hijos, que desvirilizan y castran. Al tomar pleno poder en el seno de la célula familiar, la madre forma pareja con su hijo más que con su marido, que está la mayor del tiempo fuera de casa. Confía a su hijo algún pequeño poder, pidiéndole por ejemplo que vigile el comportamiento de su hermana” (entrevista con Fayçal Chehat), “Les algériennes ont retenu la leçon”, Africultures nº 5, París, l’Harmattan, février 1998.
[2] Malika Mokeddem, Mes hommes, París, Grasset & Fasquelle, 2005: citas en “La première absence”, pp. 11-12-13.



[1] Crítica a la madre por ser garante de esa educación misógina, vuelve también en su obra citada El desconsuelo de los insumisos: “madres, abuelas y tías se encargarán más tarde de repetir en sus hijas su propio traumatismo para mejor meterles en su cráneo el sentido de inferioridad” (p. 117).
Comparativamente, en La jeune fille et la mère (París, Le Seuil, 2005), Leïla Marouane, lejos de toda perífrasis y llamando a las cosas por su nombre, logra la proeza de mostrar -a través de Djamila- cómo la mujer defiende teorías machistas en su perjuicio, convirtiéndose así en su propio enemigo. Una chica, incluso siendo víctima, siempre es responsable de una violación. La madre se convierte en su verdugo: “Me auscultaba provista de una pequeña linterna de pila, que me humillaba, me mortificaba y a la que jamás me habitué, tal vez por eso me dirán que mis primeros pelos pubianos salieron blancos, y así se quedaron, blancos como la nieve, una barba que a Papá Noel le pondría verde de envidia”. Las amenazas maternas quedan grabadas: “La pierdes (no pronunciaba jamás la palabra virginidad), la pierdes y es el fin de nosotros, es el fin de todo, la pierdes, y tu padre nos echa al desierto, la pierdes y tus hermanos y hermanas quedarán huérfanos a merced de los vampiros. La pierdes, y te degüello”. Los términos empleados por la autora son fuertes, deseando con toda seguridad chocar, para denunciar la despreciable situación en la que se encontraban algunas jóvenes.
La psicología de la madre acaparadora, en la relación con su hijo, está también descrita en la última obra de esta escritora, Leïla Marouane, con un título con gancho para algunas escenas divertidas de un “héroe” bamboleado entre Occidente y tradición musulmana, La vie sexuelle d’un islamiste à Paris (Albin Michel, 2007).
En la novela de Maïssa Bey, Bleu blanc vert, Lilas explica a su amante Ali que para impedir que la adolescente pierda su virginidad es “"atada" por medio de un hilo entre sus piernas separadas, mientras se pronuncian fórmulas garantizando la eficacia de la estratagema [...] y debe esperar a ser desatada por la misma mujer, o al menos con el mismo hilo preciosamente guardado por la madre” (La Tour d’Aigues, De l’Aube, 2006, p. 122).
La culpabilidad recae en la madre en ciertas obras, como en la ya citada Le printemps désespéré de Fettouma Touati, que muestra la responsabilidad de la mujer en la reproducción de estereotipos, las relaciones de fuerza entre el hombre y la mujer, y cómo al educar a sus hijos, en la creencia de que son superiores a cualquier mujer, forjan a menudo la desgracia de aquellas con las que se casarán.


[1] En su obra Les gestes (París, Le Seuil, 1999), con habilidad para ofrecer la psicología de los personajes, se hace palpable la vida cotidiana de los comerciantes judíos en Túnez, durante un periodo de transición de la historia de este país.
[2] Méchamment berbère (París, Ramsay, 1997): crónica de una familia inmigrante marroquí y del edificio del barrio de la “Porte d’Aix” en el viejo Marsella de los años setenta, a un mismo tiempo cándida, irónica y lúcida del contraste entre dos civilizaciones, donde “Inna”, mamá en bereber, aparece como personaje central.


[1] La siguiente anécdota, recreada ahora en El siglo de las langostas, está basada en el relato El desconsuelo de los insumisos, en la historia narrada por la abuela, que cuando era niña presencia la muerte súbita de su madre a plena luz del día: “"Zohra, ¡ven!" Corrí hacia ella. "Me duele la cabeza. Tráeme mi pañuelo"”, fueron sus últimas palabras antes de fallecer; mientras, a su lado, su hijito se alimentaba de “un pecho tan henchido que se desbordaba un poco por el escote [...] Satisfecho, se quedó dormido también con el pezón en la boca y su manita posada en la redondez del seno materno” (pp. 120-121).