NOMADISMO DE PALABRAS QUE PACIFICAN FRONTERAS
Malika Mokeddem
Leonor MERINO
Dra.
U. A. M.
Escritora-Poeta. Traductora
A guisa de Introducción: hablar en lenguas
Hace siete meses, en la
Fundación Tres Culturas del Mediterráneo
que acogió el “Congreso Internacional WOCMES-Sevilla 2018” donde tuve el honor
de participar, señalé que el encuentro humano tiene raíz hegeliana porque la
escritura es universal y poetas y escritores se reencuentran cualesquiera que
sean sus lenguas. Se podría entonces comparar Pascal avec ar-Roudani, Boileau avec Abd-ar-Rahman al-Fassi, Molière avec
al-Ifrani, Voltaire avec az-Zayani y los románticos con los poetas de la corte
de Mulay Ismaïl.
De ahí se desprende que
la literatura magrebí -marco de mi trabajo- debería ser una literatura árabe de
lengua francesa, una asociación que no puede sorprender, puesto que se trata de
señalar esta producción literaria en su verdadero contexto magrebí y árabe;
sobre todo porque la nacionalidad de un escritor no
corresponde, obligatoriamente, a la nacionalidad de su obra ni a su origen y la
magrebinidad permanece como lugar de expresión donde todos los autores pueden
reencontrarse para conjugar sus esfuerzos en vista a una cultura nacional
admitiendo el pluralismo lingüístico, con el fin de integrarse en el concierto
de las naciones.
Lejos
de mí, cualquier intención de acordar a la escritura una nacionalidad
literaria, puesto que la Literatura representa mucho más que las
nacionalidades. Cuando se crea Literatura no se piensa en naciones, no dialogan
estados y naciones; en la globalización, dialogan la tradición de la
literatura, la modernidad, la posmodernidad, se establecen similitudes,
comparaciones, dialogan los escritores y, en esa comunión, los grandes
escritores y poetas desafían al Tiempo, como Omar Hayyan (Nishapur, actual
Irán, 1048-id., 131).
La
lectura de un buen libro es diálogo incesante donde el libro habla y nuestra
alma de lectores o creadores responde. Escritores como Dante, Dickens, Tolstoi,
Cervantes, Goethe crean lazos entre los seres humanos.
Sí,
lejos de mí, por tanto, cualquier intención de acordar a la escritura una
nacionalidad literaria, reconociendo, además, que la lengua no pertenece a nadie.
No tiene fronteras. La lengua pertenece a quien se sirve de ella como herramienta de trabajo y comunicación, y por
utilizar una u otra lengua no son unos escritores o intelectuales más que
otros. No hay que olvidar que el principio mismo de la libertad individual pide
que cada cual se exprese en la lengua que domine mejor o la que sea de su
agrado, pues la lengua pertenece a la conciencia soberana del individuo y no a
una moda o a una instancia de poder que decide en qué lengua se tiene que
escribir. Más aún nuestra sangre, al igual que la lengua, no es pura. Nuestra
primera gramática académica definió al español como amalgama de términos
fenicios, griegos, latinos y árabes. Y la Academia francesa no ignora
que hay el doble de palabras francesas de origen árabe que de origen galo (tal
vez incluso tres veces más).
Escritores/escritoras
que, a caballo entre tradiciones literarias, gozan de la oportunidad de leer en
varias lenguas: encrucijada múltiple de culturas y lecturas, de posturas
vitales, estéticas e ideológicas.
Sin
embargo, estas literaturas se observan con mirada extranjera por críticos
europeos, incluso por árabes magrebíes, prisioneros de su alteridad arcaica,
que no ven más que una manifestación del margen de dos discursos
estandarizados.
Conluyo
estas reflexiones, al mismo tiempo que me congratulo y agradezco compartir con
todos ustedes este magno congreso literario, con las palabras del islamólogo Mohammed Akroun: "Los
investigadores más competentes y más leales serán los que combinen la exigencia
científica con un sentido agudo de la solidaridad histórica de los pueblos y
las culturas. Esto es particularmente cierto en el caso de quienes se interesan
por el mundo mediterráneo”.
A través de este encuentro científico, se
pueden desvelar las vías de la narratología moderna, interpretar el sentido
latente del texto novelesco que estructura el imaginario y trabaja el espíritu
de los lectores, alejarse de los egocentrismos revelar las identificaciones con
la Alteridad, así como el espacio sociocultural del Otro y su forma de ser.
Errancia
interior en marcha
anticipada
Habiendo participado en varios monográficos sobre hispanismo magrebí -marroquí especialmente- y conocida la
desidia/negligencia de los encargados de defender mi lengua materna según
algunos esforzados/desilusionados hispanistas, me propongo presentar la
escritura prolífica de una argelina en la numerosa traducción al español -segunda lengua en el mundo por el número de hablantes nativos-: ese
camino del primer autor que, al recorrer sus meandros, nos reencontramos con su
angustia, herida, destello, gozo, río arriba de la escritura.
Así, existe una
argelina que, desde la mitad de los años ochenta, taracea rigor y sensibilidad
en su escritura de lengua francesa como travesía del exilio interior en un
parto de libertad: Malika Mokeddem asigna a la escritura la tarea de restituir
y preguntar al pasado, al mismo tiempo que extrae una multitud de hilos enlazados
con las tragedias del presente. Para ella, rememorar es también lontananza,
alejarse de sí y de la propia tierra, y en esa tensión se lee en abismo una
historia colectiva.
Nacida en el asentamiento del oasis de Kenadsa en la frontera de
imperceptible trazado entre Marruecos y Argelia, la ascendencia de Mokeddem
incluye a la tribu saharaui de raza mixta de los nómadas Doui Menia de la
región suroeste de Kenadsa. Nefróloga de profesión en Montpellier, Malika
Mokeddem abandona este oficio, en 1985, para dedicarse a la escritura.
Así, de la herencia africana y árabe, Mokeddem integra temáticas de
confluencia híbrida en su escritura que
encuentra fuente de inspiración en la formidable estepa desértica, que separa
el norte de África del corazón del Sahara: su fuerza despiadada y majestad.
El desierto se convierte en el primordial espacio cultural del
conocimiento con un guion que mantiene la "memoria viva". El desierto
ha recibido miradas ambivalentes, áspero y árido terreno, así como fuente misma
de energía poética y espiritual de los escritores árabes y africanos, entre
otros.
Poetas como el
palestino Yabra Ibrahim Yabra, la libanesa Andrée Chehid, el sirio “Adonis” y
escritores como el senegalés Sembène Ousmane, el sudanés Tayeb Sale, el
argelino Rachid Boudjedra y la misma Malika Mokeddem expresan una relación muy
personal con el desierto en la que integran la complejidad de las emociones
humanas en forma de nostalgia, exilio, alienación, miedo, amor y liberación en
el dinamismo del paisaje.
En Malika Mokeddem, es
imposible separar su trabajo de su poética sahariana en la que el desierto se
convierte en palimpsesto de la memoria ancestral y documentación cultural, así
como espacio del conocimiento e identidad "recordados", transmitidos
oralmente a través de las dimensiones físicas de la espacialidad.
Su novela Los hombres
que caminan
describe esa comunión sagrada, ecológicamente sensible, como luz divina
trascendente: "Esa luz tan intensa, que era, para nosotros, la esencia de
todas las miradas".
Para Lorand Gaspar
-cuya obra es una de las referencias de la poesía actual-: “el desierto es el
espacio donde uno se descubre solo, al mismo tiempo se reconoce solidario con
el sílex y con la amplitud de la luz, con esa corriente secreta que va del
mineral al hombre y del hombre a las galaxias lejanas”. Para el Nobel de
Literatura, Saint John Perse -que describió el destierro que sufre el hombre
desde Ovidio hasta el mundo contemporáneo-, el desierto es para el espíritu
como el reverso de la mar y también: “Desierto: como fundación de imperio por
tumulto pretoriano, ¡ah!, como hinchazón de labios en el nacimiento de los
grandes Libros”.
Para el poeta Jean
Sénac -un guijarro en los zapatos de aquellos tiempos convulsos entre Francia y
Argelia-: “El desierto, como esa capa que flamea/Antes incluso de alcanzar al
sol la ceniza que nos bebe”.
Sin embargo, para
Boudjedra no existe luz divina sino una “eternidad de mica, de basalto, de
cuarzo y de gres”; “límites estrechos como pudor de mujer que desnuda su cuerpo
y descubre que sus caderas son tan arcillosas, tan redondas como dunas”: “El
Desierto es una mujer de formas impúdicas”.
Imágenes todas en contraste ante la fibra novelesca sostenida, innegablemente, por una escritura fluida y
exquisita de Malika Mokeddem, en un desierto
como matriz o bien de origen matricial que brinda una posición feminista a
través de una poética vivencial simbolizada por la antigua sabiduría de la
abuela Zohra, en su novela Los hombres que caminan: “Zohra
era el desierto” (p. 11).
Zohra, imagen de
filósofa innata, atravesando sus días en recoger la sabiduría del desierto;
personaje cuentacuentos resorbiendo, a diario, sus recuerdos de la vida nómada
para compartirlos con su nieta: “Nuestra historia no yace entre la tinta y el
papel. Escudriña sin cesar en nuestra memoria y puebla nuestra voz” (pp.
14-15).
La alianza
Zohra-desierto establece la primacía del desierto como espacio femenino,
refugio maternal en el que los personajes, Saadia y Leïla, encuentran consuelo
y solaz. El desierto se convierte, así, en un lugar de territorialización
físico y emocional después de la alteración social engendrada en y por el
espacio urbano.
Mokeddem crea un
mosaico de experiencias de vida, una alfombra beduina de rica textura
cuidadosamente cosida a mano con finos hilos de la memoria.
Los hombres que caminan describen la conciencia nómada o la
conciencia original de las tribus del desierto, esas poblaciones nómadas -al igual que los marinos de largo aliento-
que poseen un saber geográfico que transmiten de una generación a otra:
“Puede que posean la inteligencia de los primeros hombres, que comprendieron
que vivir consistía en cambiar de lugar, la de los últimos hombres que acabarán
huyendo de la hecatombe de las ciudades o la de los rebeldes de siempre, que
jamás se incorporan a ningún sistema establecido. Ahora me parece que su
caminar tiene que ver con su propia concepción de la libertad” (p. 21).
El paradigma de la inmovilidad se convierte en el
principal rasgo característico del sedentario. Frente a los hombres que caminan, el otro es percibido en primer lugar por
su carácter inmóvil:“Las gentes sedentarias se aburren tanto, que hasta fraccionan los días del mismo modo que yo desgrano las cuentas de mi rosario para rezar” (p. 27).
Y en su
novela El siglo de las langostas se vuelve
a recoger: “El tiempo siempre ha sido el más apretado de los nudos que ata los
sueños de los sedentarios. Estos, inmovilizados en un lugar determinado, no
piensan durante toda su vida más que en la velocidad y el control del tiempo
que transcurre” (p. 227).
Un nomadismo entonces en
el que hay tiempo para sembrar palabras y tomar referencias, hitos del paisaje:
aquella roca, este palmeral, aquellas garrigas. Memoria de lugares conservada
en la comunidad, que sirve para guiar, orientar a los hombres de la tribu que
caminan.
En El siglo de las langostas, Mahmoud, acusado por un delito que no ha
cometido, huye al desierto para vivir como poeta junto a Nedjma, esclava que
será asesinada ante la mirada horrorizada de la hija de ambos de ocho años,
Yasmina (personaje inspirado en la abuela de Malika[1]) que, escondida
tras “un montón de piedras”, enmudece ante tanta atrocidad; si permanece con
deseos de vida es porque, como su padre, está íntimamente unida al desierto:
“caminar es para ella otro cuerpo a cuerpo necesario. Tiene la necesidad carnal
de sentir la arena, la lasitud del desierto; de chocarse con la piedra, el
pesar de los erg, de sentir la
quemadura de la luz como una mirada insistente, una llamada a la libertad
convertida en un dios” (p. 196).
Errancia, primero interior,
luego viajera, entregada al placer de descubrir “espléndidos horizontes”; feliz
por sentirse en camino, por dibujar un recorrido con la ayuda de los pasos,
recorrido que lleva siempre un poco más lejos, con frecuencia de nuevo a los
mismos lugares, pero con mirada diferente, distancia que multiplica las
perspectivas, acarreando paisajes, a veces en incesante torbellino, y la
ensoñación para vestir la aridez.
Pulsión de Yasmina que evoca a Isabelle Eberhardt de quien su padre le
había hablado en varias ocasiones: “La bella Isa de una blancura dorada y
coronada de inteligencia que se disfraza de beduino para permitirse todas las
libertades y vive a contracorriente” (pp. 221-222). Hermoso broche que se
inicia con una cita en exergo, en esta novela de Mokeddem: “Y también entiendo
que se pueda terminar en la paz y el silencio de alguna zagüía del sur,
terminar en éxtasis, sin remordimiento ni deseo, frente a espléndidos
horizontes” (Isabelle Eberhardt, Kénadsa, 1904).
Insomnio: libertad, lectura, alto vuelo a la escritura
En el relato autobiográfico El
desconsuelo de los insumisos, Malika Mokeddem cita en exergo al poeta
andalusí Abu Amir Ben Alhamara: “Cuando el pájaro del sueño pensó en hacer su
nido en mi pupila, vio las pestañas y se asustó de la red”.
El insomnio -espacio de libertad- la lleva a la
soledad -conquista de saborear el tiempo de otro modo- y a la lectura apasionada, que la reconfortó y la izó en el vuelo a la
escritura -espacio de todas las resistencias-. Insumisión que tiene como hilo conductor
el insomnio.
Aventurándose
por los meandros del “yo” y escrita con pluma catártica y hermosa, la autora
narra el recorrido de una mujer insumisa a la civilización y al patriarcado,
desde la infancia en las dunas del sur argelino, en un medio tradicional pobre,
hasta Montpellier. Su rebeldía enclavijada en su cuerpo desde siempre y origen
en las historias narradas por su abuela. La batalla de una mujer que quiere ser
libre: libre para leer, escribir, amar, no tener hijos y vivir con un francés
considerado infiel por el padre de la narradora. Sin embargo, esta obra se
cierra con un emocionante encuentro, puesto que regresa a Kenadsa donde el
padre muestra el orgullo que siente por el éxito de su hija.
Obra intensa, rebelde y acerba en la denuncia de la dominación y, al
igual que otras escritoras del “exilio” -migración y errancia interior-,
la paradoja entre rechazo y atracción por la tierra, repulsión y nostalgia,
ruptura de lazos y evocación dolorosa, pero juego sabiamente dosificado entre
los capítulos expuestos en paralelo: “Aquí” -“sacan
a la luz la continuidad de esa misma intranquilidad
en Francia y el precio pagado en la otra orilla del libro, la escritura”- y el “Allá” -“recuperan periodos de mi
infancia y adolescencia en Argelia”-, explica la autora, al inicio
del relato, en la “Observación”-; capítulos que logran que el
espacio entre dos lenguas permanezca siempre hospitalario (como en la escritora
tunecina Maya Nahum-Valensi[1]
y la marroquí Minna Sif[2]),
puesto que: “No sólo mi lengua y mi escritura son de travesía; toda yo lo soy
por entero y estoy entera gracias a esa dualidad”, dice Malika Mokeddem en “La
chalada de las noches argelinas” (p. 171).
Decide exiliarse para buscar en Francia la libertad, sobre todo, e
intentar emplazarse en relación a esas dos tierras:
La escritora vuelve a confesar en su novela La prohibida: “Estoy más bien en el medio, en una línea de
fractura, en todas las rupturas. Entre la modestia y el desdén que desgasta mis
rebeliones. Entre la tensión del rechazo y la dispersión que procuran las
libertades. Entre la alienación de la angustia y la evasión por el sueño y la
imaginación. En un espacio intermedio que busca la confluencia entre el Sur y
el Norte y sus puntos de referencia entre dos culturas” (p. 47).
Es en El desconsuelo de los
insumisos,
donde la autora va tejiendo lazos dialécticos
entre una memoria presente e inmediata y la alternancia de capítulos: vaivén
continuo entre las dos orillas del Mediterráneo -Francia
y Argelia-, que demuestra la aceptación en su dualidad, con una escritura de
gran calidad y con el fin precisamente de hablarse y proyectarse hacia un
futuro que no vislumbra con claridad. Insomne -“el
insomnio, la soledad, y la lectura fueron mis primeras libertades en lechos
improvisados, amenazados, nómadas” (pp. 18-19)-,
la voz narradora habla de la relación con su familia: “Es en suma, la devoción
de esta narradora de cuentos [la abuela], memoria de una cultura oral, quien
protege en casa mis primeros esfuerzos para apropiarme de la escritura del infiel
francés. Sin embargo, la sed por aprender también me arranca de ella, que tanto
necesita transmitir la memoria en peligro de los nómadas, de un pueblo en vías
de desaparición: "La inmovilidad de los sedentarios es la muerte, que ya me tira de los
pies. Ahora sólo me queda el viaje de las palabras... ", para volver con la
memoria nómada, fecundada en gesta de creación.
El matiz vital de la escritura, unida a la soledad de la lectura,
colma el espíritu: “Entonces me atiborro de la única libertad a mi alcance, la
lectura. Leo continuamente con avidez [...] las palabras desconocidas son las
pisadas más largas en mi fuga, me liberan del sentido concedido a su grafía, su
sonoridad, y me embriagan aún más” (p. 88).
Consecuencia directa, entonces, de esa huella de solitaria y exiliada:
“¿Es costumbre de expatriada y de insomne contarse historias? ¿Es por miedo a
perderme? ¿Es para adormecer las amenazas de lo desconocido? ¿Es una manera de
existir contra viento y marea?” (p. 24).
Y vuelve también su reencuentro emocionado con Kenadsa -“El corazón empieza a dar golpes en mi pecho como un pájaro enjaulado”-, con su terruño, “tras décadas de tiempo muerto”: “Las razones son
innumerables: el integrismo, la ruptura con mi familia...”. Pero siempre estuvo
presente el largo consuelo de su profesión de médico: “un camino señalado entre
la lectura y la escritura”, y ejercida en “el feudo de los zufrís,
obreros que emigraron sin la familia a Francia, que pueblan los laberintos de
los mercaderes del sueño, los antros de la soledad”.
Balanceo entre un lugar y otro que la memoria va desgranando con
arrojo y retadora sinceridad -“A los amantes de una noche, les
digo: "Sólo estoy de paso. Me
voy mañana"”-. Ante el insomnio, el sufrimiento, la decepción y las amenazas
islamistas, solo queda huir en la nave de la poesía: “leer esa quinta esencia
es inscribirse en la evidencia, en una fuerza tectónica que estalla, resucita.
Es empapar el espíritu alerta y enjugarlo aunque sea en el infierno” (p. 110).
A la clausura del primer capítulo, “La cama erguida”, narra del camino
largo y arduo de la escritura, y regresan a su memoria “los cuatro años de
trabajo encarnizado” de su primera novela Los hombres que caminan:
“Cuatro años auscultando la infancia y la adolescencia. En un texto que data de
aquella época escribí: *De la lectura a la escritura, de los libros al
libro, ¿resistencia o superviviencia?) [...]
se atropellaban las palabras del silencio, las palabras de todas las ausencias.
Me asestaron una brutalidad saludable. Me dejaron ebria y desamparada. Escribir,
escribir, y la rotación de palabras airea los tormentos. Escribir, manchar de
negro el blanco cadavérico del papel es ganar una página a la vida” (p.
55).
El regreso, también, porque su tierra la agasaja por su primera novela
Los hombres que caminan, puesto que ha sido premiada por la Fundación
Noureddine Aba (lleva como estandarte el nombre de un humanista, poeta y
dramaturgo argelino) y al mismo tiempo fue galardonado en vida el poeta y
periodista asesinado Tahar Djaout por su novela Les chercheurs d’os. Escritora y escritor que, a partir de una
situación geográfica e histórica particular, alcanzan lo universal. Sin
embargo, señala Mokeddem en la novela laureada: “Los miembros de la Fundación
también tuvieron que exiliarse” (p. 84).
Hay que señalar que ese retorno como búsqueda se encuentra sobre todo
en El desconsuelo de los insumisos, en
ese presentimiento de regresar al encuentro con los suyos, “sabía que mi padre
estaba enfermo” y “solo quiero volver a verlo antes de que desaparezca bajo
tierra” y porque ya se ha convertido en “una cosita negra encogida en un
camastro, apuntalada con cojines”. Una emoción contenida que enseguida se rinde
-“Quiero dejar difuminada la pena para concentrarme en la caricia de mi
padre, para retenerla mejor. Para acordarme bien de ella”-, así como el temblor de las manos paternas en las de la hija son
páginas de gran sobriedad, relatadas en el último capítulo, “Tráeme un abrigo
ligero” -le había rogado su padre-: “Abatida, me agacho un poco
más, tomo su rostro entre mis manos, beso sus lágrimas en el extremo de los
ojos y salgo a toda prisa. Smag, perdón, esta palabra sólo tiene un
significado: mi padre cederá pronto al último sueño y no estaré aquí para
cogerle la mano. Para cerrarle los ojos” (p. 191).
Unos ojos que, antes de apagarse, traslucen la
admiración por su hija. Con estas palabras clausura la autora esta obra, otro
hermoso broche que se inició en su dedicatoria: “Para mi padre, este libro que
no leerá”.
Mis hombres / Un hombre
Sin
embargo, ese padre es el oponente literario, como prisma deformante a otras
semblanzas paternas -recogidas en mi obra La mujer y
el lenguaje de su cuerpo. Voces literarias del Magreb-, en la obra autobiográfica de
Mokeddem, Mis hombres, donde
describe el perfil de aquellos que han contado en su vida (“[sin buscar] a mi
padre en otros hombres”), pero sobre todo narra el temperamento reprobable de
aquel por el que nació este relato turbador: el padre que emerge de la memoria
de la narradora desde el primer capítulo, “La primera ausencia”.
Este padre no se digna a concederle ni una mirada, ni a ella ni a sus hermanas en ese mundo regido por hombres, y cuya
mirada es “como un parásito que corre por los cuerpos”. Desde la infancia supo
qué lugar se le reservaba entre ese entorno hostil a la mujer (despreciada por
el seno familiar, más tarde por el color de la piel como su abuela: “segundo
sexo de la peor raza”). Lastimada, insolente, rebelde y asqueada, va a entrar
en guerra declarando su hostilidad al padre censor, a todo aquel que se
interponga en su camino, y gritará al evocar la implicación insidiosa y a veces
voluntaria de algunas madres, desde las
primeras páginas de Mis hombres:
crueles[1].
[...] Había contemplado tu tristeza en la muerte de un hermanito. Me había
preguntado qué sentirías si a mí me sucediera que desapareciera. Una pena
menor, estaba convencida. Tal vez incluso ninguna. [...] Estaba condenada a
vivir y a consignar, con el rigor de un contable, todas las sustracciones del
amor, padre”[2].
La niña -primogénita- soñaba día y noche con una
bicicleta para desplazarse a la escuela, debido a la gran canícula del
desierto. El padre se negaba argumentando la carencia de dinero. Cierto día, su
padre y su hermano -menor que ella- iban alegres sobre una flamante bicicleta. Cruel decepción: estaba
destinada para su hermano, él sí era primogénito. Esta
gran herida sirve de desencadenante para otras heridas.
Como consecuencia de ese primer contacto rudo con la existencia, la
niña se convierte en anoréxica. Enfermedad que la lleva a refugiarse en un
médico, el doctor Shalles -“estoy enamorada del ser que es”-: origen de su propia vocación. Su vida como mujer y su vida
profesional están selladas puesto que, refractaria al matrimonio y a la
maternidad, la joven escoge cuidar el cuerpo de los que sufren. Por tanto, da la espalda a la figura paterna: “Dejé a mi padre para
aprender a amar a los hombres. Ese continente aún hostil, por desconocido. Y le
debo también haber sabido separarme de ellos. Incluso cuando los tengo en la
piel”. Puesto que la autora desea tenerlos a su lado y que
ellos también lo estén.
Así, la autora no pinta el retrato sino el perfil
de varios hombres que han contado en su vida amorosa en Argelia y Francia. Pero
recuerda, igualmente, a otros hombres que la moldearon y protegieron, como el
generoso librero de Béchar, y quienes la llevaron hacia los libros y que
“forman toda una cadena”, entre los que destaca al librero y también escritor
de Montpellier, Jean Debernard de la librería “Molière”.
Esta figura paterna está también descrita en El desconsuelo de los insumisos: “En mi
memoria lo veo siempre en bicicleta con unas pinzas de la ropa que le ajustan
el pantalón por encima de las pantorrillas y un sombrero rifeño en su cabeza de
camello. Tiene esa altivez de monarca sin fortuna que hace que mi madre se
incline ante él” (p. 178).
Personaje paterno que ahora regresa dulcificado por boca de Sultana
Méhayed, en el capítulo IX, a la clausura de su citada obra La prohibida,
en un bello y extenso párrafo descriptivo del que recojo solamente su final:
“Veo en la noche de sus ojos el incendio del desierto. Veo en su sonrisa el
mordisco de la añoranza. Lo veo con los múltiples ojos de la ausencia, de todas
las carencias. Lo veo en una danza de instantes que han vuelto a cerrarse fuera
del olvido.” (p. 176).
Pero, sobre todo en Mis hombres
existe la búsqueda del padre, a pesar de exigirle cuentas, porque las últimas
palabras son hermosas por su profundidad y hálito, en el momento de establecer
balance, de volver la vista atrás, siempre con vigoroso tono y la misma
libertad. Así se inicia el último capítulo: “Once años ya que estoy sola.
Usted, el desconocido, que tal vez haga irrupción en mi vida, sepa que le
quedan trece años para pretender rivalizar con la ausencia de mi padre” (p. 205).
Por eso ha escrito este relato conmovedor, “para poner palabras en ese
abismo” entre ella y su padre, “para lanzar cartas como estrellas fugaces en
esa insondable opacidad”. Mis hombres es un texto realizado más por
autenticidad que por necesidad de reparación, aunque las primeras páginas
restallan como el látigo, y es, también, un texto sensual, no porque hable de
los hombres que ha abrazado sino por la vida transfigurada, poetizada, a pesar
de la muerte, divorcio y amores desgraciados.
Así, a través de la búsqueda de todos los hombres
de su vida, se realizará precisamente la búsqueda del amor del padre, su sombra
y reconciliación.
ENGARCE
Estos relatos están llenos de vida,
en una lengua sensual en la que el ritmo, natural como el viento, se eleva en texturas
y olores, donde los sonidos persiguen con gran maestría la búsqueda de la
memoria, y las palabras escritas se esculpen con arabescos.
Un
torrente que nos transporta en un torbellino de historias dolorosas, a veces
teñidas de gracejo debido a la espontaneidad; así: “Dichosos aquellos que están
como regaderas porque dejan pasar la luz” y, también en español, en La prohibida:
“¿Conoces
ese dicho de nuestra tierra?
-¿Cuál? –“Trabajo moro, poco y malo”” (p. 113).
Por su historia y educación, núcleo de mestizaje cultural -que se encuentra igualmente en otros autores magrebíes-, embebe
diferentes influencias surgidas del mundo mediterráneo y entreteje hilos de la
historia francesa y argelina, de la cultura francófona, arabófona y berebófona:
herencias de lo oral y lo escrito; sororidad
en las lenguas: energía inagotable que se trasvasa.
Diálogo de lecturas
universales y un viaje entre lenguas, con el fin de impedir que se seque la
tinta en la denuncia del monolingüismo y del odio en quien rechaza la
cohabitación con otras lenguas del mundo.
De esta forma se muestra cómo Mokeddem deconstruye
también el eurocentrismo -una forma de etnocentrismo- tratado a través del
personaje Vincent, en Mis hombres,
que recibe el riñón de una argelina fallecida y que le permite vivir, libre y
autónomo, sin necesidad de una máquina para la supervivencia.
Metáfora a través de un trasplante y de un argumento científico,
contra todos los embustes sobre las razas con los que se quiere encerrar a los
pueblos.
Lucha, entonces, por un nuevo universalismo que, como diría Tzvetan
Todorov, consistiría en ver a cada cultura como pieza importante en el
engranaje de la Historia. Es decir, un encuentro de las culturas en el
caos-mundo de Édouard Glissant, donde todos los elementos son igualmente
necesarios y ejercen una acción al mismo tiempo de unidad y diversidad: cada
parte ramificada, cada fibra se alimenta de la otra.
Literaturas que, por
una aparente descontextualización (alejamiento geográfico y cultural) abordan
temas, a veces ocultos y tácitos, que alcanzan a la humanidad en su conjunto.
Cierro el bucle en ese reencuentro de lenguas, -como miembro
activo de La Literatura Española General
y Comparada que no soy capaz de separar el mundo en culturas por lo que cada persona es
deudora de su contacto con el Otro y con el Tiempo en marcha-, con otra cita en
español, que recoge Malika Mokeddem, por boca de uno de sus queridos enfermos
pegado a una máquina de diálisis para subsistir:
“¡Ah, la guapa! La
doctora que me quita el dolor.
[1] En este sentido, confesaba la cineasta argelina Rachid Krim: “Considero
que en Argelia los hombres están desfasados en relación con las mujeres. Las
mujeres están mucho más estructuradas. Obligadas a apretar los puños, muy
pronto en su vida, son más fuertes. Convertidas en madres, en cierta forma
toman su revancha sobre el hombre al apropiarse de los hijos, que desvirilizan
y castran. Al tomar pleno poder en el seno de la célula familiar, la madre
forma pareja con su hijo más que con su marido, que está la mayor del tiempo
fuera de casa. Confía
a su hijo algún pequeño poder, pidiéndole por ejemplo que vigile el
comportamiento de su hermana” (entrevista con Fayçal Chehat), “Les algériennes
ont retenu la leçon”, Africultures nº 5, París, l’Harmattan, février 1998.
[2] Malika Mokeddem, Mes hommes, París, Grasset
& Fasquelle, 2005: citas en “La première absence”, pp. 11-12-13.
[1] Crítica a la madre por ser garante de
esa educación misógina, vuelve también en su obra citada El desconsuelo de
los insumisos: “madres, abuelas y tías se encargarán más tarde de repetir
en sus hijas su propio traumatismo para mejor meterles en su cráneo el sentido
de inferioridad” (p. 117).
Comparativamente, en La jeune fille et la mère (París, Le Seuil, 2005), Leïla Marouane, lejos de toda perífrasis y llamando a las cosas por su nombre, logra la proeza de mostrar -a través de Djamila- cómo la mujer defiende teorías machistas en su perjuicio, convirtiéndose así en su propio enemigo. Una chica, incluso siendo víctima, siempre es responsable de una violación. La madre se convierte en su verdugo: “Me auscultaba provista de una pequeña linterna de pila, que me humillaba, me mortificaba y a la que jamás me habitué, tal vez por eso me dirán que mis primeros pelos pubianos salieron blancos, y así se quedaron, blancos como la nieve, una barba que a Papá Noel le pondría verde de envidia”. Las amenazas maternas quedan grabadas: “La pierdes (no pronunciaba jamás la palabra virginidad), la pierdes y es el fin de nosotros, es el fin de todo, la pierdes, y tu padre nos echa al desierto, la pierdes y tus hermanos y hermanas quedarán huérfanos a merced de los vampiros. La pierdes, y te degüello”. Los términos empleados por la autora son fuertes, deseando con toda seguridad chocar, para denunciar la despreciable situación en la que se encontraban algunas jóvenes.
La psicología de la madre acaparadora, en la relación con su hijo, está también descrita en la última obra de esta escritora, Leïla Marouane, con un título con gancho para algunas escenas divertidas de un “héroe” bamboleado entre Occidente y tradición musulmana, La vie sexuelle d’un islamiste à Paris (Albin Michel, 2007).
En la novela de Maïssa Bey, Bleu blanc vert, Lilas explica a su amante Ali que para impedir que la adolescente pierda su virginidad es “"atada" por medio de un hilo entre sus piernas separadas, mientras se pronuncian fórmulas garantizando la eficacia de la estratagema [...] y debe esperar a ser desatada por la misma mujer, o al menos con el mismo hilo preciosamente guardado por la madre” (La Tour d’Aigues, De l’Aube, 2006, p. 122).
La culpabilidad recae en la madre en ciertas obras, como en la ya citada Le printemps désespéré de Fettouma Touati, que muestra la responsabilidad de la mujer en la reproducción de estereotipos, las relaciones de fuerza entre el hombre y la mujer, y cómo al educar a sus hijos, en la creencia de que son superiores a cualquier mujer, forjan a menudo la desgracia de aquellas con las que se casarán.
Comparativamente, en La jeune fille et la mère (París, Le Seuil, 2005), Leïla Marouane, lejos de toda perífrasis y llamando a las cosas por su nombre, logra la proeza de mostrar -a través de Djamila- cómo la mujer defiende teorías machistas en su perjuicio, convirtiéndose así en su propio enemigo. Una chica, incluso siendo víctima, siempre es responsable de una violación. La madre se convierte en su verdugo: “Me auscultaba provista de una pequeña linterna de pila, que me humillaba, me mortificaba y a la que jamás me habitué, tal vez por eso me dirán que mis primeros pelos pubianos salieron blancos, y así se quedaron, blancos como la nieve, una barba que a Papá Noel le pondría verde de envidia”. Las amenazas maternas quedan grabadas: “La pierdes (no pronunciaba jamás la palabra virginidad), la pierdes y es el fin de nosotros, es el fin de todo, la pierdes, y tu padre nos echa al desierto, la pierdes y tus hermanos y hermanas quedarán huérfanos a merced de los vampiros. La pierdes, y te degüello”. Los términos empleados por la autora son fuertes, deseando con toda seguridad chocar, para denunciar la despreciable situación en la que se encontraban algunas jóvenes.
La psicología de la madre acaparadora, en la relación con su hijo, está también descrita en la última obra de esta escritora, Leïla Marouane, con un título con gancho para algunas escenas divertidas de un “héroe” bamboleado entre Occidente y tradición musulmana, La vie sexuelle d’un islamiste à Paris (Albin Michel, 2007).
En la novela de Maïssa Bey, Bleu blanc vert, Lilas explica a su amante Ali que para impedir que la adolescente pierda su virginidad es “"atada" por medio de un hilo entre sus piernas separadas, mientras se pronuncian fórmulas garantizando la eficacia de la estratagema [...] y debe esperar a ser desatada por la misma mujer, o al menos con el mismo hilo preciosamente guardado por la madre” (La Tour d’Aigues, De l’Aube, 2006, p. 122).
La culpabilidad recae en la madre en ciertas obras, como en la ya citada Le printemps désespéré de Fettouma Touati, que muestra la responsabilidad de la mujer en la reproducción de estereotipos, las relaciones de fuerza entre el hombre y la mujer, y cómo al educar a sus hijos, en la creencia de que son superiores a cualquier mujer, forjan a menudo la desgracia de aquellas con las que se casarán.
[1] En su obra Les
gestes (París, Le Seuil, 1999), con
habilidad para ofrecer la psicología de los personajes, se hace palpable la
vida cotidiana de los comerciantes judíos en Túnez, durante un periodo de
transición de la historia de este país.
[2] Méchamment berbère (París,
Ramsay, 1997): crónica de una familia inmigrante marroquí y del edificio del
barrio de la “Porte d’Aix” en el viejo Marsella de los años setenta, a un mismo
tiempo cándida, irónica y lúcida del contraste entre dos civilizaciones, donde
“Inna”, mamá en bereber, aparece como personaje central.
[1] La siguiente anécdota, recreada ahora en
El siglo de las langostas, está basada en el relato El desconsuelo de
los insumisos, en la historia narrada por la abuela, que cuando era niña
presencia la muerte súbita de su madre a plena luz del día: “"Zohra, ¡ven!" Corrí hacia ella. "Me
duele la cabeza. Tráeme mi pañuelo"”,
fueron sus últimas palabras antes de fallecer; mientras, a su lado, su hijito
se alimentaba de “un pecho tan henchido que se desbordaba un poco por el escote
[...] Satisfecho, se quedó dormido también con el pezón en la boca y su manita
posada en la redondez del seno materno” (pp. 120-121).
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