Realicemos, hoy, un corto viaje a nuestro vecino del Sur. Pero, antes, detengámonos, párate, caminante y lector.
Viaje y camino son indisociables, como el andar y el suelo donde se apoya un pie tras otro. El viaje implica alejamiento del sujeto respecto del lugar tomado como referencia. El camino implica una prolepsis: de ahí los mapas y, en ocasiones, las alforjas.
Viajar es marcharse cuando uno tiene ganas de irse y permanecer cuando uno tiene deseos de quedarse: ¿no es el hombre un fugitivo que, huyendo de la rutina, busca la ruta de su libertad?
Sin embargo, el hombre del Neoclásico, sedentario, no viajaba y alguno no salió ni de su ciudad. Mientras que el hombre del Romanticismo, al menos el hombre prototípico, era ante todo viajero: homo viator.
Y qué diferencia existe entre turista y viajero –¿por qué no preguntárselo, lector?
El turista, en general, se apresura en regresar a casa al cabo de algunos días –la ida y vuelta: el tour.
El viajero, siempre extranjero en los sucesivos lugares de estancia, se desplaza, lentamente, de un país a otro y, en algunos de ellos, se siente como en casa.
Es decir, “siente”, percibe, que una ciudad, un cielo, un río, una acequia le pertenece, tanto como a los propios aborígenes.
El viajero compara su cultura con las de los Otros y rechaza de ella los elementos que desaprueba.
Ay, para lograrlo, para alcanzarlo, es necesario desaprender lo que se sabe y así, el viajero va combatiendo los prejuicios y la ignorancia.
El turista acepta su propia civilización sin objeción y ve al Otro en la “sombra” con mirada exótica, teñida de cierto paternalismo.
Y es que uno no puede basarse en argumentos, como simple turista, para juzgar una sociedad o cultura sino dotarse de mirada y actitud de verdadero viajero.
Sabiendo que viaje y camino –adarve– se reducen al círculo del ser humano.
Sit tibi terra levis –dijeron los romanos en el deseo de que la tierra sobre el cuerpo yacente sea ligera–: anhelo, hoy, para el andante nómada sobre la tierra –como Don Quijote– que se taracea al de nuestro Machado: ligero de equipaje.
Anhelo, también, para el poeta –“hecho para extraviarse, pues su camino es ausencia de camino”: George Sand–, y para el artista –“a quien conviene levantar la tienda por una hora y no edificar en ningún lugar morada sólida”: Franz Listz.
Tánger versus la actitud del viajero-lector
Seguramente, Marruecos es donde comienza lo oriental para un occidental.
Aprehendido en la categoría del tópico, del cliché y por esa causa –para muchos– inaccesible, por desconocido.
Situado en un Sur más imaginario que real, parece abrirse para el occidental –originario del Norte– como umbral de la aventura africana, árabe o islámica.
En este país marroquí, también Tánger –hogaño como antaño– continúa siendo objeto de ambición de mucho “soñador”.
Llamada por los griegos “Tinyé” y en langue arabe (طنچة) “Tanya” –nombre de la esposa de Anteo: gigante de la mitología griega que fundó esta ciudad– se fue convirtiendo, con el paso de los tiempos, en una ciudad mítica.
Sale a mis palabras el escritor marroquí Mohamed Chukri: “pero el mito no se explica porque si lo explicas dejará de serlo”.
Detengámonos, ahora, en este escritor, que habiendo nacido en una paupérrima aldea rifeña, malvive desde la pubertad –huyendo de un padre asesino y beodo– por las calles tangerinas, que conoce como la palma de la mano, rodeado de miseria, violencia, prostitución, drogas.
Su obra universal y traducida al francés como Le pain nu y llevada al cine por Rachid Benhadj, es autobiográfica, catártica, fantasmagórica.
Chukri, autodidacta, grita “yo” y se revela desnudo en toda su violencia.
El texto retoma la figura del padre para matarlo –enterrarlo en una fosa que “no podrá ser más que un estercolero”– y buscarlo –según Sigmund Freud.
Mohamed, el protagonista hambriento –vive al día–, zozobra poco a poco en el alcohol y los estupefacientes y describe el pavor, la angustia de ser violado. Por eso prefiere dormir entre cuerpos sin vida, que en la calle: donde pululan crueles vivos.
Chukri, analfabeto hasta los veinte años y forjado con la fuerza de su voluntad, dicta en Tánger, al escritor americano Paul Bowles y en nuestro castellano, su falta de ternura, su penosa soledad, su sexualidad sin ambages. Por eso su escritura vio la luz, por vez primera, en lengua inglesa, For Bread Alone en 1973.
Años más tarde, 1980, este texto, convertido luego en culto, lo traduce y prologa al francés Tahar Ben Jelloun, pero permanece prohibido, en lengua árabe y en Marruecos, hasta 1982. En ese momento, se agota rápidamente y, de nuevo, es vetado hasta el año 2000 –un año antes
de que Mohamed Chukri se despidiera de todos nosotros a los 68 años, para siempre, en Rabat.
En nuestra lengua, se publica a finales de los ochenta como El pan desnudo en versión de Abdellah Djbilou y prólogo de Juan Goytisolo. Pero el lector tiene ya una nueva versión de Rajae Boumediane,
El pan a secas, que se hermana con el título y el texto original, Al-jubz al-hafi.
Tánger, siempre Tánger –Oriente de Occidente y Occidente de Oriente: medina-árabe/ciudad-cosmopolita– con su mundillo pasoliniano, por donde trasiegan las lenguas: marroquí, bereber, español, francés, inglés…
Tánger era Chukri, le habitaba –su lenguaje y su refugio– y desde allí,
desde el diminuto polvo de una estrella, resuena su voz veraz de jugoso castellano, que no se extingue, velada por el humo eterno de sus pitillos y la botella inseparable que sazonaron su vida con sabiduría mortal: “terminaremos muriendo sin llegar a descubrir el secreto de Tánger, donde cualquiera puede escribir un librito”. O esbozar una pintura –ese artístico enigma tangerino…
El emblemático escritor lo supo bien desde la época de aquel Tánger bohemio de trotamundos, de aquel Tánger de la jet-set.
Entonces, cada cual amaba “su” propio Marruecos en búsqueda de exotismo y placer, donde anidaba, también, el odio, el racismo, el desprecio con el que se mira y se trata al humilde, como lo refleja Chukri en Paul Bowles, el recluso de Tánger, espejo de Jane Bowles, Tennessee Williams, Allen Ginsberg, William Burroughs, Gore Vidal, Jack Kerouac o Truman Capote –personajes que no escapan al escarpelo de su pluma.
Tánger era la entidad protectora contra su soledad, su angustia, su spleen –melancolía, hastío–. Cada cual se encontraba entre dos polos, entre lo que había abandonado y lo que buscaba: aquella soledad y este bullicio humano; aquella bruma y este sol; aquel puritanismo y esta libertad.
A veces, se tenía la impresión de vivir en un cuento: una leyenda con sus fiestas a la manera de las Mil y Una Noches, ofrecidas por Barbara Hutton, entre otras celebridades que habitaban en djebel el-Kébir –la gran montaña–: una zona residencial de gran poder económico.
Época de aquel Tánger de dinero fácil, hoteles y bares elegantes, frente a la existencia de sus habitantes, pobres, desahuciados de todo trabajo en su mayoría, que luchaban por ganarse la vida como podían o les dejaban –en trabajos manuales o a veces sus manos en el hurto.
También escritores –Chateaubriand, Irving, Gautier, Loti…– y pintores del siglo XIX – Ingres que jamás visitó Oriente, Delacroix, Matisse…– sintieron esa necesidad de llenar un vacío espiritual, huyendo de la cotidianidad, del desencanto: páginas, figuras humanas, odaliscas distantes a través de pinturas y relatos tan numerosos como absurdos por sus representaciones del mundo femenino, interpretaciones falsas e imaginarias y mera copia de lo que fue siglos antes la yáriya: escenas barridas con poderoso hálito romántico donde alternan el ardor, el exotismo, la languidez, la ferocidad.
“Y de dónde les viene” –exclama no exento de amargura a los cuatro vientos el poeta tunecino de estirpe hispanoárabe-andalusí, Abderrazzaq Karabaka:
“Abrid sus libros, probad a sus sabios, preguntad a sus grandes hombres por ese Oriente. Oíd: "... El eterno secreto... La asombrosa esencia... ¡Oh, oh el Oriente... Oh...!" Una cámara alzada sobre cuarenta columnas esculpidas de los montes de Saba, apretadas en hiladas de oro macizo, coronadas de techos ebúrneos bañados de plata y de los que penden cortinas de damasco manchadas de almizcle y de azafrán. [...]. Éste es el Oriente que leemos en algunos escritores de Occidente y que oímos de sus bocas. ¿Y de dónde les viene?... Mi señor el Oriente: ellos hablan –y son veraces– de Shehrezada... Shehrezada [...] ¿No le va a llegar la mañana, para que así deje de hablar definitivamente?”
Por eso, ya para Domingo Badía (Barcelona 1767-Damasco 1818), el famoso espía conocido por Ali Bey El-Bassi, Tánger era comparable al efecto que desencadena la ensoñación.
Tahar Ben Jelloun, escritor marroquí ya citado, en imagen subjetiva y poética, la define como una mujer que no se atreve a buscar su reflejo en el espejo porque, tal vez, en sus calles sólo la memoria persiste.
Somos raza mora vieja amiga del sol
Nuestro Machado vio y se identificó con esas gentes, vecinas nuestras, que todo lo ganaron y todo lo perdieron.
Baroja habló de la proximidad compartida: Para un español, el cambio de Andalucía a Tánger apenas podría notarse si los hombres de esta tierra no llevaran sus ropajes árabes y no hablaran árabe. El aspecto de la población es casi idéntico al de una población agrícola española.
Paisajes y lecturas que nos obligarán a preguntarnos y a ver, en la cultura del Otro, nuestro propio reflejo y cuánto de nosotros se encuentra en él, compartido.
El conocimiento es proceso de información, formulación de preguntas, escrutinio, discernimiento entre los datos adquiridos de ese conjunto de información.
La cultura –dijo Milan Kundera– es la memoria del pueblo, la consciencia colectiva de la continuidad histórica, el modo de vivir y pensar.
Así, echados por tierra los prejuicios acumulados, acompañados por la lucidez, en nuestro viaje –atento y en alerta el espíritu–, con el fin de encontrar el camino. Puesto que el paisaje, el entorno, cambia a cada paso, y la senda invita a pensar, a reflexionar, a preguntarse una y otra vez.
El mapa del camino se modifica sin cesar y la dirección exacta, de la que uno podía partir de manera certera, se adapta a medida que brota un nuevo cauce, río –ued–: jamás sospechado, jamás explorado en el pasado.
Viajero, aprenderás a mezclarte, a salir de tu “costumbre”, llegarás al resultado de una nueva síntesis de elementos.
En la marcha, al deambular, no sólo lograrás descubrir el espacio recorrido sino a depositar en él secretos: tus secretos, viajero.
Ibn Batuta (1304-1377), cuyo cuerpo descansa en la medina tangerina, fue al encuentro del Otro y retornó rico de sus periplos solitarios: rico en sabiduría, emociones y relatos, de aquello que hace la riqueza del viajero: su memoria.
Para el filósofo de origen persa, Al-Ghazali (1058-111), viajar –safar en lengua árabe– implica un proceso interior de transformación, liberación y éxito.
El viaje, como búsqueda de conocimiento, nos equipa de visiones de mejores mundos por construir, nos brinda nueva mirada –un ojo vigilante, una esperanza sobre lo que se puede erigir–, nos aleja de divisas, eslóganes y clichés, en ese conocimiento mutuo que debería ser la búsqueda comprometida más que una necesidad de evasión.
Aprehender que en un mundo, donde los valores intrínsecos se combinan con la libertad, la belleza y la creatividad, se produce un enriquecimiento por esa diversidad: una apreciación auténtica de la alteridad y la construcción dinámica de la identidad.
El escritor libanés, Amin Maalouf
(autor de
León el africano en el que ya no hay extranjeros en este siglo sólo existen compañeros de viaje), nos señala que reducir la identidad a una sola pertenencia es situar a los hombres “en una actitud parcial, sectaria, intolerante, dominadora, a veces suicida, y los transforma con frecuencia en asesinos o en partidarios de asesinos”:
Identidades asesinas.
Aprender que la integración no es ir al mismo ritmo es acoplar diferentes ritmos, en una interrelación que debe ser bidireccional.
Es riqueza abrirse al Otro y al diálogo, porque “si discrepas de mí, hermano, lejos de perjudicarme, me enriqueces –dijo Saint Exupéry en su obra póstuma, Citadelle (1948).
Es arte saber escuchar y aprender lo que aún no se conoce.
Dos grandes sufíes que se arropan con lana –tejido de los más desasistidos y despojados–, como Yunus Emre de origen turco (1238-1320) escribió: “El mundo es mi verdadera nación. Sus gentes son mi pueblo”. Y el murciano Ibn ´Arabi (1165-Damasco, 1240) cantó: “El amor es mi religión y mi fe”.
Pensamientos que nos permitirá vivir juntos –enriquecerse, integrarse sin desintegrarse, sin someterse– como seres dotados de razón, libres, responsables, respetuosos y respetados: “que los hombres recuerden que son hermanos”, dijo ya, en el siglo XVIII, Victor Hugo en Traité sur la tolérance.
Regresaré, aún, palparé siempre la hospitalidad árabe y musulmana –me digo con esa nostalgia que se degusta con deleite–, para mezclar mi calor humano al calor humano de su gente:
Pueblo eterno joven nervioso, hermano / como el íbero y el beréber –un día, versifiqué.
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Campesino chefchaouen /autora: Larisa Sarria |