sábado, 17 de septiembre de 2016

TIGRIS, EÚFRATES AGUAS ROJIZAS COMO DE SANGRE

Tigris, Eúfrates
aguas rojizas
 como de sangre


(Leonor Merino García: presentación de Adiós, primos –autor Muhsin Al-Ramli–, en la primera Feria del Libro Hispano Árabe: Madrid, 10 de septiembre, 2016)

         Este pequeño texto (116 p.), que tengo entre mis manos, es del escritor iraquí, Muhsin Al-Ramli, que se exilia de su tierra, para vivir entre nosotros: Ahlan wa sahlan sadiqi = Bienvenido, amigo mío.

         Su Bibliografía y avatares se encuentran por las redes sociales y en Wikipedia, a donde mi amigo me invitaba a acudir, desconociendo, aún, mi talante intelectual, mi búsqueda ética y ontológica. Leo las escasas líneas de la enciclopedia libre –liberada de ataduras: a veces en lontananza, el estudio y la reflexión–. Me intereso por saber quién las ha descrito. Muhsin Al-Ramli lo desconoce. Con un pellizco de amargura escarlata y con muchos gramos de pena violácea, respondo: “no aprecio su redacción, hay que reescribirlas”.

(En ocasiones, no se analizan las obras con profundidad, no se establecen estudios comparativos: con lo que amo a la Sociedad Española de Literatura General y Comparada, en la que participo de forma muy activa en sus Simposios).

        Así, cuando el escritor me entregó su texto, me reconcilié conmigo misma. Gracias, por esa generosidad, Muhsin Al-Ramli.

         Decía, estimado público –ahora lector–, que nuestro autor nació en Irak: donde hace 1.200 años se inventó la escritura y el álgebra, por Mohammed Al-Jwarizmi, y de ahí derivan algoritmo (conjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar la solución de un problema: RAE) y guarismo (cada uno de los signos o cifras arábigas que expresan una cantidad: ibid), como el álgebra procede de “Jabr wa-l-Muqabalah”.
Irak, donde se encuentran dos hermosos ríos –de los cuatro que rodeaban el Edén y que definen a Mesopotamia–, y que el autor alaba en vuelo poético:

Tu amor me recuerda al Éufrates y al Tigris cada día.
Como la unión de mi alma y la tuya,
puros de corazón se han encontrado.

         Algunos versos salpican esta obra, porque a los árabes les fascina la Poesía, como medio de comunicación social y porque el poeta tuvo importancia en la sociedad árabe preislámica, modelo literario de valores heredados, como el altruismo y la hidalguía, de la vida transcurrida en el desierto –y en búsqueda de uno mismo.

     (Y llega a mi memoria un latido poético –así lo defino en mi Introducción[1]– que he traducido de un escritor argelino: Cinco fragmentos del desierto con influencia de las suras de la Meca, donde el autor celebra su belleza y modernidad: les recomiendo su lectura).

         Pero volvamos a este texto, puesto que ya antes Muhsin Al-Ramli se dolió en sus versos: “mi país es una tarta / y los misiles son las velas”.

         Ahora, ya están los estudiantes donando su sangre, y las mujeres entregando su oro para comprar “armas de fuego y fabricar Medallas de Valentía y Honor y erigir estatuas al Líder –“vampiro y monstruo para su pueblo”–, cuyos músculos y bigote son símbolo de la balanza de justicia”.

         Ya regresan al pueblo los cadáveres de un hijo y el yerno del principal protagonista –Ijayel–, envueltos en respectivas banderas patrióticas y apadrinados por insignias al honor. Mientras, la madre, que también es suegra, se desploma como oveja sacrificada, después de haberse volcado todo el hollín, por encima.

De pronto, de las gargantas ancianas, brotan versos antiguos:

Que no se alargue la vida
Que se haga más corta aún,
Así nuestra desgracia se termina,
Que nos mate el reposo común.

Más tarde, cuando esa madre –“tía” en el texto– habla con las cuatro tumbas –pues a aquellos dos caídos en la batalla hay que añadir ahora a su esposo Ijayel y a su hijo Qasim vilmente asesinado–, exhala este quejío que lava tiempo-río, en su corriente:

Cruzó fronteras y pasó
mi vida y se escapó,
todo lo que hemos trabajado
es agua pasada que se fugó.

         En eco, responden los versos de mi Poemario –su lengua en mi boca–:

El canto de su voz
se detuvo un día
el tiempo que al lado corría
         no se enteró[2].

         También Warda –viuda y única hija de esa madre doliente– se une al canto con su Poema, en eslabón lastimero:

Aquí una hora, aquí un año,
El fruto de mi vida.
Heridas abundantes,
Que me dejaron envejecida.

         Ya está el cementerio viejo convertido en “bosque de banderas” y, mientras ondean “como chilabas”, lloran, desesperadamente, las madres, “cada jueves”.


             Ya está la patria convertida en el “mapa rojo”, “encerrado en un círculo grande de corazón verde con dos ríos blancos”. Ahora, sí, ahora sí toma cuerpo la realidad pintada por el gran artista Qasim: su cuerpo ametrallado –“se pagó el precio de las balas”– y al albur de las alimañas que olfatean su sangre reseca, después de varios días, retorcido y expuesto en la plaza central, para escarmiento de aldeanos.

         Hace tiempo que “la propaganda del régimen, en los carteles y en la televisión, proclamaba que la hombría y el asesinato era más fácil que pelar un plátano”.

         … Mientras, películas televisadas del Oeste se apoderaban de los pobres y lúgubres hogares, en los que el héroe termina sabiendo que “la mujer que ama es su hermana que la había perdido en una inundación” y lo descubre al despojarla del taje de novia, el día de su boda, y constatar “en el hombro un tatuaje idéntico” al que ella poseía.

       (Sacude mi memoria, lo que escribió un poeta e importante sociólogo marroquí, Abdelkébir Khtibi: “el árabe ama primero a su madre y a su hermana y cuando encuentra a una mujer al mismo tiempo maternal y sororal, se casa. No es extraño que busque durante toda su vida una verdadera amante”[3]).

         De nuevo, mis ojos e intelecto inmersos en el texto de Mushin Al-Ramli, se percatan de que dentro de tanta pena –orfandad, soledad, pérdida, hipocresía y pobreza– se aprehende la ironía: una forma de salvar la indignación y el dolor.

         La ironía conlleva la capacidad de distanciamiento para establecer un juicio. De ahí la libertad para expresarse y refugiarse en ella. Pero no como la ironía que Schiller (poeta y filósofo alemán) invocaba en la aparición de lo sublime sino como la expresa Vladimir Jankélevitch (filósofo francés de origen ruso): esa leve alegría un algo melancólica que produce el descubrimiento de la pluralidad. Esa sonrisa del romántico que planea sobre el abismo.


         Así, en el empleo de la palabra “nashinan” por “nacional” (en la lengua inglesa): “las judías de mi tía son judías nashinan”. Ijayel, para describir a una persona o una cosa que le agrada, lo denomina nashinan. Y a pesar de que la estufa ennegreció su rostro con carbón, cuando ardió mientras él dormía, no la cambia por otra, puesto que la marca Aladino es “nashinan”.

         También la sutil acrimonia en el sentimiento de ese padre de siete hijos, porque sus antepasados no hubieran profundizado en el árbol genealógico y llegaran hasta la raíz de:

Assurbanipal, Hammurabi, Gilgamesh, Jonás, Noé, Seth, Caín o Adán.

         Y es que: “La lista solo alcanzaba hasta el apellido nº 50. La gente nombraba el último, como “el que envuelve su polla alrededor de los postes”, significando que la cadena genealógica continuaba tan larga como el pene de este último abuelo”.





         Por otra parte, los caracteres de los personajes –los “primos”– están arropados de su personalidad:

- Abood: el loco con sus aullidos de lobo hambriento.

- Saadi (“cabezón”): en la parte trasera de su testa sobresale un ángulo extraño, es afeminado –epente según la denominación lorquina de gay–, y que logra ser uno de “los mandamases importantes junto a los grandes miembros del Gobierno”, puesto que con el alcalde “todo era bonito…”

- Abdul-Wahid: un ser sociable que apoya la maldita guerra y cumple con todas las órdenes del Gobierno hasta el más mínimo detalle y cae mártir luchando “por la patria, la dignidad, el dominio, el honor, la gloria y la tierra, como decía su padre imitando las frases de la TV, la radio y del jefe de la policía local y del líder del partido en el pueblo”.

- Ahmed: inteligente, llega a ser juez, salvándose de ir a la guerra, pero es encarcelado por su escrúpulo a la leyes dictatoriales y por ser acusado de falso soborno con felonía.

- Qasim: artista brillante, generoso con el pueblo y que, al no poder pintar al “Líder” (jamás nombrado en el texto) por la hostilidad y el desprecio que siente hacia ese gobernante, señala que es “mejor que te maten a matar”, y será ejecutado, abandonado como un perro por desertor de guerra y por sus nobles ideales.

- Warda: la prima y la mujer más hermosa del universo.

- Mahmoud (el Séptimo): como la nada. Un ser humano sin sombra, evanescente (esa imagen del autor fría y sin halo me lleva a mi poema “Locura”[4]). Lo olvidan hasta ignorarlo en la mesa donde no dispone ni de cuchara y, cuando su hermana está lavando la ropa, se sorprende al ver ese par de calcetines “extra”, habiendo olvidado a quién pertenecían.

         He aquí, igualmente, algunas imágenes, alegorías que espigo del texto:

“En los picos la nieve era tenue como gorros plateados del tamaño de un sueño”

“las granadas de los hombros”

“la agitación de los pechos robustos se mezcla con el movimiento de las olas que ondulaban en la arena”

el vuelo de su pelo largo, persiguiendo la cabeza como la cola de un pájaro precioso”

“el cuerpo muy ligero y blanco, como una tórtola muerta”

“el agua azul de sus ojos, apagados por las cataratas, tembló”

“confinada en la cama, amarillenta y demacrada, como un antiguo hilo de lana”

y “los dientes rotos se acurrucaron debajo de la cara en un charco de sangre”.


“Agotamiento amargo”

         Los 10 capítulos sin títulos se encuentran abrazados por “El cero de la narración” (a guisa de introducción y tras los pasos de Mahmoud, el narrador se escabulle también del pueblo pobre y mediocre en su rutina) y por “Con el cero en las manos”, donde el exilio, en el sentido babilónico del término, es “más temporal que espacial” y donde se exhala un lamento por “esos esparcidos en el espacio”, que no tuvieron otra opción y escapatoria ante “las explosiones de gas en las cámaras de fuego eterno”, soportando una larga agonía como “despellejados vivos”, ante nuestros ojos, ¡tan ciegos!

         Apreciado público: nadie escoge el lugar en el que nace, pero puede decidir el lugar en el que espera satisfacer sus aspiraciones legítimas con el fin de vivir lo mejor posible –casi siempre con el fin de vivir sencillamente– y realizarse como persona.

          Lo que cuenta, lejos de leyes que rigen la comunicación internacional, son las personas con su historia. Son las personas quienes se reencuentran y no las culturas en el sentido abstracto del término. Son las personas quienes deben aprender a reconocerse, respetarse y apreciar la recíproca alteridad[5].

         Autores como Alain Touraine, Michel Wieviorka o Farid Khosrokhavar apuestan por fórmulas de integración que puedan conciliar la referencia a una cultura al mismo tiempo que la participación en el progreso de la modernidad[6].




         Sin embargo, y en general, protegidos bajo la sombra de nuestra propia cultura, el inmigrante político de Adiós, primos, vaga sin rostro y sin rumbo por nuestras calles, se adentra en nuestros transportes urbanos:

 “Desembarco, salgo del metro de Madrid, del circular nº 6, después de completar el círculo. Círculos subterráneos cuyos números no descifro”.

         El metro es caverna, intestino, por donde este inmigrante político, nostálgico de la familia que añora en lontananza y perdida ya su propia geografía donde “las puertas están abiertas”–, se apresura entre carteles, planos, tableros publicitarios, paredes, escaleras y pasillos que se multiplican y estaciones que giran en círculo, donde anida la claustrofobia y el pánico.

         A la simetría trágica de los pasillos se añade la ansiedad que crea el parecido entre puertas y paredes. Puesto que en lugar de ser, según la teoría bachelardiana, símbolo de intimidad y protección[7], serán como la pared sartriana[8] origen de angustia y desamparo[9].

         Así, en un día parecido a otro día en su monotonía y rutina, surge la noche:

“El reloj marca las dos. Entro al primer bar, me siento en el rincón más lejano y me pierdo, mi mirada perdida en la oscuridad…” 



[1] Pp. 109-114: Cinco fragmentos del desierto, Huerga&Fierro, 2005 (mi traducción de la obra de Rachid Boudjedra, Cinq fragments du désert, Ed., Barzakh, Alger, 2001).

[2] Leonor Merino, El Soplo de la Vida El Polvo de la Tierra (Edición bilingüe castellano – árabe), DIWAN, Madrid, 2016, p. 61.

[3] Leonor Merino, La mujer y el lenguaje de su cuerpo. Voces literarias del Magreb, CantArabia, Madrid, 2011, p. 115. Igualmente en mi texto: “La hermana también se refleja en los textos de autores más jóvenes, como en el argelino Amin Zaoui”: “Si Dios permitiera el matrimonio con las hermanas, sólo nos casaríamos con ellas” (La Soumission, París, Le Serpent à plumes, 1998, p. 48).

[4] “Un monólogo el hombre era / porque la radio no escuchaba / porque el periódico detestaba / porque a nadie buenas noches daba / porque nadie a su puerta llamaba / porque nadie decía buenos días / porque nadie una carta escribía. / Nadie, todo el mundo era”. Leonor Merino, El Soplo de la Vida El Polvo de la Tierra, cit., p. 117.

[5] Ver mi artículo: “De la calle y sus disturbios”, TRIBUNA, “EL PAÍS”, Madrid, 20 agosto, 2011.

[6] Ver mi artículo: "El derecho a la diferencia y el deber de la semejanza", Diario de León (Comunidad León y Castilla), Revista domingo, 27 de octubre 2002, p. 16. (La inmigración en Francia, ¿un modelo a seguir?).

[7] Bachelard, G., La poétique de l'espace, París, P.U.F., 1957,  p. 24.

[8] Sartre, J. P., Le Mur, París, Gallimard, 1939.

[9] Ver Leonor Merino: "La ensoñación como paisaje en Chraïbi frente a la alucinante topografía en Boudjedra", X Simposio de la SELGyC, Universidad de Santiago de Compostela, 1996, pp. 415-430 (estudio comparativo entre Chraïbi y Boudjedra).

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