miércoles, 26 de diciembre de 2018




En el magnífico y reciente XIII Encuentro Internacional de Escritoras en homenaje a Fátima Mernissi, la novelista argelina Amel Bachiri -conocedora de mis ensayos sobre Literaturas Árabes y Magrebíes- me entregó su novela Las últimas palabras.

En su mirada el anhelo que expresaron sus palabras: “escribe sobre ella”.

Gracias Amel.
Gracias, a todos por la atención prestada a mi trabajo.


Texto ajedrezado
morir en anhelo de amor

                                                                                   Leonor MERINO


A las pocas líneas del inicio de la novela, Las últimas palabras, tras la “Presentación” de Lázaro Durán –apreciable traductora junto al hispanista El Idrissi– y el propio exordio de la autora, nos hallamos en el marco geográfico de la novela donde se desarrolla la acción con la puntualización de la siguiente vestimenta: “ni lo excitó su pollera rosa” y con “sus sandalias de fique” y con el recurrente uso de la “hamaca” –metonimia de reposo del malherido cuerpo y de la penosa ánima del personaje principal–, así como en la ubicación de cierto “muelle que bullía de alboroto”, el “de Cartagena” a orillas del mar Caribe y el nombre de una ciudad al norte de Colombia: “Sucre”.



Igualmente, el contraste paisajístico caribeño lleno de humanidad y color en sus anchos y bullangueros bulevares, frente al panorama “de los árabes” de lujosas calles sumidas en silencio y deprimente monotonía –“¿A esto le llaman vida, señor? ¡La vida está allí en Santiago! –, ante “rostros fríos e infelices” y una “desorbitada apariencia y absurda extravagancia que enmascaraban las cosas importantes de la vida”, donde no hay un solo árabe puesto que “la gente que faenaba con la vida seriamente eran hindúes, chinos, afganos, rusos”, que caminaban “cabizbajos a pesar de la altura de los edificios que los rodean”.
 
“¿Es miedo o sumisión al poderoso cemento?”, se pregunta Gabriel por boca de Amel Bachiri: personaje y novelista de lejanos orígenes, latinoamericano y argelino, con la pureza de la luz y el penetrante olor de orquídeas amazónicas y de azahar en plazuelas y terrazas, como equipaje en lo más profundo de sus corazones.


El nombre, también identifica y emplaza al personaje en un lugar, en un país; así como, con frecuencia, revela el origen o su función en un grupo social, pareciendo anticipar su trayectoria profesional. De esta forma, "Gabriel" que teje unas páginas en blanco bajo la mirada escrutadora de Bachiri– habita próximo al “Parque de los Periodistas”, escribe en periódicos colombianos como “El Espectador” y ya desde su juventud “en Barranquilla”, con el seudónimo “Septimus”, redacta una columna semanal titulada “La jirafa” en “El Heraldo”.

Nombre que va perfilando al escritor Gabriel García Márquez y que se apunta, definitivamente en el texto con el hipocorístico guajiro de “Gabo”, “Gabito”, autor de “Noticia de un secuestro”, reconocible por su indumentaria que brinda la ocasión de haberse encontrado con él, con su traje de lino y “su extraño sombrero”.

Personaje que, desde “la Habana, sentado frente al malecón, sorbiendo un mojito [proyectaba] su nueva novela con la esperanza de ver sembrada la alegría en su corazón”. Y, por si quedara algún resto de duda, vuelve a apuntar Amel Bachiri al final de la novela: “-¡No me dirá, señor, que usted… es ese escritor… Márquez… No, no, perdón, usted es Gabriel… !” –“Me has reconocido”.




Con estos datos, he deseado justificar la declaración de Gabo, cuando afirma: “donde quiera que me encuentre estoy escribiendo una novela colombiana”.



Mas lo interesante de Las últimas palabras, se cumple cuando esta lectora tiene la sensación de que Gabriel y Amel estuvieran escribiendo unas cuartillas a dos manos con la pretensión de dar verosimilitud interna a lo fantástico e irreal.



Por otra parte, los figurantes son testigos de la fuerza de lo real, esa necesidad de buscar la esencia de la vida en las infinitas caras poliédricas de la realidad. Bachiri intenta penetrar en su universo interior y brindar una visión subjetiva del mundo a través de los personajes.


Así, la maligna alcahueta Rosa Cabarcas (“vivos los ojos diáfanos y crueles”, puntualizó García Márquez; Fabio, saxofonista y fugitivo de la “cárcel de Barranco que mató a su mujer que lo engañaba con su hermano”; Ximena Ortiz, abandonada en su noche de bodas, desapareciendo del país para no volver “Hasta unos veinte años después, bien casada y con los siete hijos que pudieron ser míos”; Casilda Armenta (Casilda Armenia en García Márquez), una hija más de las noches libres pero de inolvidable consejo: “¡No te mueras sin probar la maravilla de joder con amor”!; la fiel criada Damiana que “había aliviado con eficacia su fiebre incontrolable en aquellos tiempos en los que él era joven y ella no era más que una niña recia”; el negro Romero: el más macho del muelle; Gonzalo González, asesinado por ser confundido con Gabriel y debido a su labor informadora, apuntando así al peligro que corren periodistas y escritores: “por perjudicar al país en beneficio de intereses comunistas”; don Manuel, uno de los dueños de los barcos del muelle, con su ”majestuoso anillo de piedras preciosas en el meñique” de nuevo rico; el capitán del barco de mercancías: “recto católico y creyente, por eso se reía continuamente, hasta en los momentos más difíciles”; el arqueólogo Rodrigo: “con el acento castellano que confirmaba su origen burgués”; Juanita que huye de la miseria y viaja a tierra de los árabes: “uno de los pueblos más violentos de la Creación”; la marquesa –con nel único objetivo de enterrar “sus huesos en las calientes arenas que alivian los dolores del reuma” y cuya mano era besada “con la avidez de los mendigos”– luce un ofensivo lujo ante Lía y sus dos hijos, Raúl y Meti: “pobres hasta la felicidad”; Jorge, el cocinero negro narrador de cuentos inventados; el hindú de aciagos vaticinios cumplidos (con él llega a mi memoria el oficio de Frau Frida, en “Me alquilo para soñar” de García Márquez). 
 Y ya en “tierra de los árabes”, adonde llegan esos americanos “en grupos como las abejas zumbando en las colmenas de las compañías bananeras”, la descripción del taxista de manos toscas, “una muestra de su origen, ese lugar preciso en el que uno aprende la violencia y la conformidad al mismo tiempo” o el retrato recóndito del ”Matador”, dueño de la sala de fiestas latina El Puerto, cuando es sorprendido revisando las cuentas “con rostro severo y aspecto de funcionario de correos que ha perdido los sellos de valor”.

Todos esos comparsas gozan de una fuerte pátina psicológica, movimientos del alma y de la afectividad, que sirven para recrear todo un universo novelesco alrededor de la anatomía del personaje principal:


Un hombre anciano del que apenas se conoce la descripción física salvo “sus ojos claros”, la indumentaria elegante –“traje de lino blanco, la camisa a rayas azules de cuello acartonado con engrudo, la corbata de seda y el reloj de oro”–, con la que se engalana cuando cumple noveta años, para el primer encuentro con la joven Delgadina así como para la última cita con ella; se sabe que sufre fuerte bdolkor de huesos y gran escozor anal –“siempe en luna llena”, detalla García Márquez– que alivia, de vez en cuando, con “dos tortas de cazabe” o con la píldora de cazabe”, que se echa al bolsillo, por si acaso le atosiga el maldito ardor en el magnífico encuentro con la pequeña.

Llamado “el sabio”, alter ego de Gabriel, presenta características de su creador, que podrían ser descubiertas en un análisis profundo –su perfil equino, elegante para las ocasiones, tocado con sombrero, buen lector y apasionado de música de cámara romántica–: ese amigo cercano, leal e íntimo, con la imposibilidad de escabullirse de él.


Personaje propio testigo de su vida que se enfrenta al autor como si le dictase al oído o como si quien escribiera fuera otro, lo que le lleva a reflexionar sobre su creación: “¿Qué has hecho Gabito, contigo mismo y con todos tus personajes?”

Teniendo que admitir que ellos son capaces de actuar sin él; es decir, que se escapan de las cuartillas, cobran vida y se erigen, igualmente, en narradores, testigos fuera del texto, más allá de lo que su creador imaginaba para ellos, demostrando su capacidad libre de actuar y encarándose a él:
“¿Gabriel…? Oye, tú eres el que me ha implicado en este relato tuyo que no se ajusta ni a mi posición ni a mi edad, y ni siquiera a mi capacidad de vivir”.

Este personaje “sabio” encuentra el amor al final de su vida, cuando la única aventura que le restaba era la muerte.

Intuye que su amor por Delgadina podía ser un sentimiento muy profundo, lejos de la felicidad pasajera de sus noches en la “tienda” de Rosa Cabarcas o en “El Poder de Dios” del Bario Chino.

Cada día crece su amor por ella, que no daña sino que transforma.

La pasión, que lo conduce en su errancia y en búsqueda por hallar a Delagadina, parece impulsada por esa fuerza invencible que pone en marcha al mundo: el amor contrariado o perdido.

Es decir, el anhelo de las pulsiones mantiene vivas a las personas.
 (“El sexo es el consuelo que uno tiene cuando no le alcanza el amor”, García Márquez).

         Delgadina: “Manuela” (su nombre al final de la novela) que empieza siendo el capricho del anciano, deviene en la musa que admira y desea con tanta delicadeza.

El sabio se consume interiormente, sin que su pulsión se extinga: “solo la quería para vivir”; morir de amor por ella, en ese anhelo de acecho y de amor cuasi místico que la “guardaba en la memoria con tal nitidez que disponía de ella a su antojo”.

De este modo, la recrea viéndola desplazarse por el salón en un bolero, con la cabeza sobre su pecho ya enjuto y “desprendiendo olor a espliego y a rosas silvestres”, fragancias que pellizcan el estómago; o bien la columbra sobre la bicicleta de colores que le regaló; así como caminando con su brazo sobre el hombro de la Delgadina y tendiéndole su mano para prender la de ella; la imagina hasta tomando un baño fresco: ”la oía cantar bajo el agua con una dulce voz, saliendo de baño con el albornoz, el pelo corto empapado e agua, exhalando perfume, mientras le dice en voz alta: “¡cuida de nos resbalarte en el baño!” o le canta, ”Delgadina, tú serás mi prenda amada. ¡Levántate y ponte tu falda de seda…!

Pasajes con deseo de brindar verosimilitud a lo fantástico e irreal, señalando la ligera línea que divide la realidad de la ficción.

(¿la otra realidad es un sueño?; ¿el soñador es el que está siendo soñado?)

Sobre todo, es la yuxtaposición entre fantasía y quehacer ordinario, donde la ensoñación se convierte en halo poético y verdadero pretexto para sobrellevar la miseria social y la rutina.

Desechando y negando rotundamente la cruda realidad que abofetea el rostro, cuando su mirada se niega a reconocer a Manuela, que ya no posee aquella firme piel dorada, sino que está aún “más pálida con el color amarillo de su pelo”, como esa “vieja muñeca que ni siquiera atrae a los niños más necesitados”.


Así ha estado la entregada narradora: moviendo los hilos de la novela con originalidad en un relato lineal de fácil seguimiento, en el que desea poner el foco en el “otro” gran narrador-novelista colombiano, fruto de su admiración.

Entre tanto, esta lectora se posiciona, se convierte en investigadora de la historia y teje en su ensoñación su propio desenlace, coincidente o no con el de la novela, así como es incitada a volver a la lectura de Memoria de mis putas tristes.





No hay comentarios:

Publicar un comentario

Opinar sobre ello. ¡Gracias!