En el magnífico
y reciente XIII Encuentro Internacional de Escritoras en homenaje a Fátima
Mernissi, la novelista argelina Amel Bachiri -conocedora de mis ensayos sobre
Literaturas Árabes y Magrebíes- me entregó su novela Las últimas palabras.
En su mirada
el anhelo que expresaron sus palabras: “escribe sobre ella”.
Gracias Amel.
Gracias Amel.
Gracias, a todos por la atención prestada a mi trabajo.
Texto ajedrezado
morir en anhelo de amor
Leonor
MERINO
A las pocas líneas del inicio
de la novela, Las últimas palabras, tras
la “Presentación” de Lázaro Durán –apreciable traductora junto al hispanista El
Idrissi– y el propio exordio de la autora, nos hallamos en el marco geográfico
de la novela donde se desarrolla la acción con la puntualización de la
siguiente vestimenta: “ni lo excitó su pollera rosa” y con “sus sandalias de
fique” y con el recurrente uso de la “hamaca” –metonimia de reposo del malherido
cuerpo y de la penosa ánima del personaje principal–, así como en la ubicación de
cierto “muelle que bullía de alboroto”, el “de Cartagena” a orillas del mar
Caribe y el nombre de una ciudad al norte de Colombia: “Sucre”.
“¿Es miedo o sumisión al poderoso cemento?”, se pregunta Gabriel por boca de Amel Bachiri: personaje y novelista de lejanos orígenes, latinoamericano y argelino, con la pureza de la luz y el penetrante olor de orquídeas amazónicas y de azahar en plazuelas y terrazas, como equipaje en lo más profundo de sus corazones.
El nombre, también
identifica y emplaza al personaje en un lugar, en un país; así como, con
frecuencia, revela el origen o su función en un grupo social, pareciendo
anticipar su trayectoria profesional. De esta forma, "Gabriel" –que teje unas páginas
en blanco bajo la mirada escrutadora de Bachiri– habita próximo
al “Parque de los Periodistas”, escribe en periódicos colombianos como “El Espectador” y ya desde su juventud “en
Barranquilla”, con el seudónimo “Septimus”, redacta una columna semanal
titulada “La jirafa” en “El Heraldo”.
Nombre que va perfilando al
escritor Gabriel García Márquez y que se apunta, definitivamente en el texto
con el hipocorístico guajiro de “Gabo”, “Gabito”, autor de “Noticia de un secuestro”, reconocible
por su indumentaria que brinda la ocasión de haberse encontrado con él, con su
traje de lino y “su extraño sombrero”.
Personaje que, desde “la
Habana, sentado frente al malecón, sorbiendo un mojito [proyectaba] su nueva
novela con la esperanza de ver sembrada la alegría en su corazón”. Y, por si
quedara algún resto de duda, vuelve a apuntar Amel Bachiri al final de la
novela: “-¡No me dirá, señor, que usted… es ese escritor… Márquez… No, no,
perdón, usted es Gabriel… !” –“Me has reconocido”.
Con estos datos, he deseado justificar
la declaración de Gabo, cuando afirma: “donde quiera que me encuentre estoy
escribiendo una novela colombiana”.
Mas lo interesante de Las últimas palabras, se cumple cuando esta
lectora tiene la sensación de que Gabriel y Amel estuvieran escribiendo unas
cuartillas a dos manos con la pretensión de dar verosimilitud interna a lo
fantástico e irreal.
Por otra parte, los figurantes
son testigos de la fuerza de lo real, esa necesidad de buscar la esencia de la
vida en las infinitas caras poliédricas de la realidad. Bachiri intenta
penetrar en su universo interior y brindar una visión subjetiva del mundo a
través de los personajes.
Así, la maligna alcahueta
Rosa Cabarcas (“vivos los ojos diáfanos y crueles”, puntualizó García Márquez; Fabio,
saxofonista y fugitivo de la “cárcel de Barranco que mató a su mujer que lo
engañaba con su hermano”; Ximena Ortiz, abandonada en su noche de bodas,
desapareciendo del país para no volver “Hasta unos veinte años después, bien
casada y con los siete hijos que pudieron ser míos”; Casilda
Armenta (Casilda Armenia en García Márquez), una hija más de las noches libres
pero de inolvidable consejo: “¡No te mueras sin probar la maravilla de joder
con amor”!; la fiel criada Damiana que “había aliviado con eficacia su fiebre
incontrolable en aquellos tiempos en los que él era joven y ella no era más que
una niña recia”; el negro Romero: el más macho del muelle; Gonzalo González,
asesinado por ser confundido con Gabriel y debido a su labor informadora,
apuntando así al peligro que corren periodistas y escritores: “por perjudicar
al país en beneficio de intereses comunistas”; don Manuel, uno de los dueños de
los barcos del muelle, con su ”majestuoso anillo de piedras preciosas en el
meñique” de nuevo rico; el capitán del barco de mercancías: “recto católico y creyente,
por eso se reía continuamente, hasta en los momentos más difíciles”; el
arqueólogo Rodrigo: “con el acento castellano que confirmaba su origen burgués”;
Juanita que huye de la miseria y viaja a tierra de los árabes: “uno de los
pueblos más violentos de la Creación”; la marquesa –con nel único objetivo de
enterrar “sus huesos en las calientes arenas que alivian los dolores del reuma”
y cuya mano era besada “con la avidez de los mendigos”– luce un ofensivo lujo
ante Lía y sus dos hijos, Raúl y Meti: “pobres hasta la felicidad”; Jorge, el
cocinero negro narrador de cuentos inventados; el hindú de aciagos vaticinios
cumplidos (con él llega a mi memoria el oficio de Frau Frida, en “Me alquilo
para soñar” de García Márquez).
Y ya en “tierra de los árabes”,
adonde llegan esos americanos “en grupos como las abejas zumbando en las
colmenas de las compañías bananeras”, la descripción del taxista de manos
toscas, “una muestra de su origen, ese lugar preciso en el que uno aprende la
violencia y la conformidad al mismo tiempo” o el retrato recóndito del
”Matador”, dueño de la sala de fiestas latina El Puerto, cuando es
sorprendido revisando las cuentas “con rostro severo y aspecto de funcionario
de correos que ha perdido los sellos de valor”.
Todos esos comparsas gozan de
una fuerte pátina psicológica, movimientos del alma y de la afectividad, que
sirven para recrear todo un universo novelesco alrededor de la anatomía del
personaje principal:
Un hombre anciano del que
apenas se conoce la descripción física salvo “sus ojos claros”, la indumentaria
elegante –“traje de lino blanco, la camisa a rayas azules de cuello acartonado
con engrudo, la corbata de seda y el reloj de oro”–, con la que se engalana
cuando cumple noveta años, para el primer encuentro con la joven Delgadina así
como para la última cita con ella; se sabe que sufre fuerte bdolkor de huesos y
gran escozor anal –“siempe en luna llena”, detalla García Márquez– que alivia,
de vez en cuando, con “dos tortas de cazabe” o con la píldora de cazabe”, que
se echa al bolsillo, por si acaso le atosiga el maldito ardor en el magnífico
encuentro con la pequeña.
Llamado “el sabio”,
alter ego de Gabriel, presenta características de su creador, que podrían ser
descubiertas en un análisis profundo –su perfil equino, elegante para las
ocasiones, tocado con sombrero, buen lector y apasionado de música de cámara
romántica–: ese amigo cercano, leal e íntimo, con la imposibilidad de escabullirse
de él.
Personaje –propio testigo de su vida– que se enfrenta al autor como si
le dictase al oído o como si quien escribiera fuera otro, lo que le lleva a
reflexionar sobre su creación: “¿Qué has hecho Gabito, contigo mismo y con
todos tus personajes?”
Teniendo que
admitir que ellos son capaces de actuar sin él; es decir, que se
escapan de las cuartillas, cobran vida y se erigen, igualmente, en narradores, testigos
fuera del texto, más allá de lo que su creador imaginaba para ellos, demostrando
su capacidad libre de actuar y encarándose a él:
“¿Gabriel…? Oye, tú eres el
que me ha implicado en este relato tuyo que no se ajusta ni a mi posición ni a
mi edad, y ni siquiera a mi capacidad de vivir”.
Este personaje “sabio”
encuentra el amor al final de su vida, cuando la única aventura que le restaba
era la muerte.
Intuye que su amor
por Delgadina podía ser un sentimiento muy profundo, lejos de la felicidad
pasajera de sus noches en la “tienda” de Rosa Cabarcas o en “El Poder de Dios”
del Bario Chino.
Cada día crece su
amor por ella, que no daña sino que transforma.
La pasión, que lo
conduce en su errancia y en búsqueda por hallar a Delagadina, parece impulsada
por esa fuerza invencible que pone en marcha al mundo: el amor contrariado o
perdido.
Es decir, el
anhelo de las pulsiones mantiene vivas a las personas.
(“El
sexo es el consuelo que uno tiene cuando no le alcanza el amor”, García Márquez).
Delgadina:
“Manuela” (su nombre al final de la novela) que empieza siendo el capricho del
anciano, deviene en la musa que admira y desea con tanta delicadeza.
El sabio se
consume interiormente, sin que su pulsión se extinga: “solo la quería para
vivir”; morir de amor por ella, en ese anhelo de acecho y de amor cuasi místico
que la “guardaba en la memoria con tal nitidez que disponía de ella a su
antojo”.
De este modo, la
recrea
viéndola desplazarse por el salón en un bolero, con la cabeza sobre su pecho ya
enjuto y “desprendiendo olor a espliego y a rosas silvestres”, fragancias que
pellizcan el estómago; o bien la columbra sobre la bicicleta de colores que le
regaló; así como caminando con su brazo sobre el hombro de la Delgadina y tendiéndole
su mano para prender la de ella; la imagina hasta tomando un baño fresco: ”la
oía cantar bajo el agua con una dulce voz, saliendo de baño con el albornoz, el
pelo corto empapado e agua, exhalando perfume, mientras le dice en voz alta:
“¡cuida de nos resbalarte en el baño!” o le canta, ”Delgadina, tú serás mi
prenda amada. ¡Levántate y ponte tu falda de seda…!
Pasajes con deseo de brindar
verosimilitud a lo fantástico e irreal, señalando la ligera línea que divide la
realidad de la ficción.
(¿la otra realidad es un sueño?; ¿el soñador es el que
está siendo soñado?)
Sobre todo, es la
yuxtaposición entre fantasía y quehacer ordinario, donde la ensoñación se
convierte en halo poético y verdadero pretexto para sobrellevar la miseria
social y la rutina.
Desechando y negando
rotundamente la cruda realidad que abofetea el rostro, cuando su mirada se niega
a reconocer a Manuela, que ya no posee aquella firme piel dorada, sino que está
aún “más pálida con el color amarillo de su pelo”, como esa “vieja muñeca que
ni siquiera atrae a los niños más necesitados”.
Así ha estado la entregada
narradora: moviendo los hilos de la novela con originalidad en un relato lineal
de fácil seguimiento, en el que desea poner el foco en el “otro” gran narrador-novelista
colombiano, fruto de su admiración.
Entre tanto, esta lectora se
posiciona, se convierte en investigadora de la historia y teje –en su ensoñación–
su propio desenlace, coincidente o no con el de la novela, así como es incitada
a volver a la lectura de Memoria de mis
putas tristes.
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