Entre
la vida y la escritura no hay separación alguna.
La
escritura es acto de vida, y la vida se despliega en la escritura, al igual que
los paisajes, la sucesión de las estaciones, el crecimiento exuberante de los
niños, la belleza de los jóvenes, el acabamiento lento de los viejos o al igual
que el hecho simple de comer, el hecho sublime de hacer el amor, el hecho
explosivo de reír o llorar.
Y
luego, existe el fetichismo del lápiz o del bolígrafo, de la misma forma que
existe el fetichismo del calzado, de la ropa interior o cualquier otro
fetichismo. Hay algo de preferencia y de orden obsesivo en esa necesidad de
tomar, precisamente, “ese” lápiz o “ese” bolígrafo, de re-posarlo en el papel,
de sentir de nuevo ese “escalofrío”, de ver aparecer las letras, el movimiento
de las palabras que llegan, que se fijan, que se exhiben, que se encadenan pero
que, sin embargo, no se pueden engarzar totalmente ni de manera arbitraria.
A
medida que las palabras se organizan en la urdimbre de la sintaxis, toma forma
toda una arquitectura.
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